martes, 22 de agosto de 2023

El predio de los olivos centenarios

No nos está permitido decir, con exactitud, dónde se encuentra.

Solo podemos dar una vaga referencia de la ubicación de este viejo edificio señorial y de la gran finca rústica que lo rodea. Digamos que está situado en una leve ladera de la parte baja de la sierra mallorquina (no es preciso dar su nombre, porque en la isla solo hay una que merezca ser llamada así), a pocos kilómetros de un pueblo con historia, y cerca de la costa.
Su clima, cálido en verano y relativamente frío en invierno, se ve beneficiado por los quinientos metros de altitud del terreno, por la proximidad del mar y, también, por la colina que lo protege del incómodo viento cuando sopla la tramontana.


Casi podríamos suponer que cuando alguien se asomaba a los balcones de su fachada principal, allá por los primeros meses de 1839, escuchaba las lejanas notas de un preludio recién compuesto. Pero, claro, decirlo es solo expresar una fantasía... un delirio fácil de imaginar en las tranquilas y apacibles tardes en las que suele estar sumergida la finca a lo largo de todo el año.

Hoy, esa zona de Mallorca se encuentra milagrosamente a salvo de las invasiones turísticas. Recibió otras, sí, pero musulmanes y aragoneses fueron mucho más respetuosos y, sobre todo, inofensivos, con este privilegiado entorno.

Quedan restos, apenas visibles por las múltiples reconstrucciones, de lo que fue, sin duda, una alquería en los lejanos tiempos de la dominación islámica, pero lo que ha llegado hasta nuestros días es un enorme caserón que ha sido propiedad de diversas familias, a lo largo de la historia, y que aún conserva alguno de sus blasones sobre varias de sus puertas principales.
Su jardín fue famoso, y aún permanece bien guardado por una gran cerca, manteniendo buena parte de su vigoroso esplendor, junto a la casa.

Pero lo que más llama la atención es que la finca está sumergida en un mar de olivos centenarios, que descienden por las suaves laderas, llegando hasta la carretera, para volver a subir, con parsimonia atemporal, por la que, frente a la fachada oriental del predio, va elevándose al otro lado del que fuera antiquísimo camino de Banyalbufar. 
Son troncos poderosos, retorcidos, que nos cuentan historias sencillas, repetidas durante siglos en esa poco transitada zona de la escarpada costa mallorquina que mira hacia poniente. 
Algunas ovejas distraídas, tal vez un par de mulas, y un asno, ya cansado de su incipiente rebeldía, se mueven, perezosos entre esos olivos, tan antiguos que parecen haber olvidado su natural condición de proveedores de aceitunas.

Nadie pasa por esas tierras, en las que los inviernos son largos y los veranos no ofrecen comodidades a esas legiones de visitantes que, inexorablemente, cada tarde se desvían por la carretera que une Valldemosa con Deià para intentar hacerse un hueco a codazos y ver la puesta de sol sobre Sa Foradada, sin saber que a muy poca distancia de allí, hay lugares solitarios y divinos que no aparecen en las guías turísticas. 


Es cierto que hay un hotel de agroturismo frente a la entrada principal del predio, pero es tan especial que conviene mantener en secreto su existencia. Apenas doce magníficas habitaciones, junto a una piscina silenciosa, perfectamente mimetizadas con su entorno. Un alojamiento singular, sin más servicio ni personal que el imprescindible para limpiar las dependencias y servirte el desayuno. El resto del día y de la noche, el lugar es todo tuyo. Yo creo que en esto es, precisamente, en lo que consiste el verdadero lujo: tranquilidad absoluta, naturaleza acogedora y envidiable soledad... bajo un manto de estrellas en la madrugada y un cielo siempre azul durante el día. Allí todo es perfecto. Hasta el precio.

Y, como siempre sobra tiempo, si te alejas de las multitudes (solo amenazan en verano, es cierto), un agradable paseo en coche hasta Fornalutx para tomar el aperitivo o un café en el Bar Deportivo y, luego, ya desaparecido el sol tras las colinas, una cena en Es Taller de Valldemosa, completan una jornada inolvidable, en la que, seguramente, no habrá faltado una coca de patata en el jardín de Ca'n Molinas.


Otra de sus grandes virtudes es que, incluso en verano, cuando son frecuentes las visitas diurnas a la ciudad de la cartuja que, por unos meses, acogió a Chopin y George Sand, casi nadie se queda a pasar la noche en Valldemosa. Ese es el momento de pasear por su calles solitarias, fijándonos en los pequeños azulejos que, junto a cada puerta, recuerdan a santa del pueblo, a su querida beata (todos se refieren a ella como la beateta, pese a haber sido canonizada por Pío XI en 1930). No hay una sola casa en Valldemosa que no luzca, con orgullo, uno de los diversos y coloristas mosaicos cerámicos, de una sola pieza, junto a su entrada principal.


Chopin y Sand ocuparon unas bonitas habitaciones, con gran y florida terraza sobre el bien protegido valle que desciende hacia Palma. Pero ni la salud del compositor era buena, ni el humor de la escritora pasaba por un momento de optimismo. Tal vez por ello él compuso poco y ella criticó, con cierta crudeza, a los isleños. 

Sin embargo, allí ha quedado parte de su espíritu. Y puede llegar a impregnar el nuestro si nos resistimos a caer en la perturbadora filosofía (es un eufemismo) del turismo de masas.
Debemos mantenernos en un escalón diferente: el del viajero. Este tiene, entre otras ventajas de todos conocidas, la de permitirnos viajar más allá del espacio, adentrándonos en esa otra dimensión, la del tiempo, que nos traslada a esos momentos idealizados que nunca existieron, más que en nuestra imaginación. Esa que, generosa y fértil, nos lleva a una época feliz en la que, siendo todos jóvenes (sin carecer de la sabiduría de nuestra verdadera edad), recorríamos esas inmensas laderas, cuajadas de olivos centenarios, en las que era tan fácil manejar la vida a nuestro antojo.


Ya lo dijo el poeta: "No hay nada más bello que lo que nunca ha existido" (no lo expresó así, pero es como mejor podemos describirlo junto al predio de los viejos olivos).


Y, además, está el mar.

martes, 16 de agosto de 2022

Kéa, la isla secreta


Tengo que reconocer que hablar de Kéa me da un poco de reparo. De las muchas islas del Egeo, Kéa es, sin duda, un caso muy particular. Y lo es, porque siendo la más próxima al continente de las Cícladas, sigue permaneciendo a salvo de ese turismo masivo, salvaje y vulgar que ya nos amenaza por casi todas partes.
En mi particular opinión, restringir el impulso desordenado de esos ansiosos visitantes iletrados que no saben bien lo que buscan, pero que tanto quebrantan la razón original de los viajeros naturales (se puede aspirar a la paz o a la aventura siendo un viajero 'natural', pero nunca se puede violentar el sentido común nativo para serlo), es un objetivo que se puede conseguir por dos caminos. Eso sí, ambos tienen un denominador común: el lujo. Ahora bien, para entenderlo, es preciso definir bien este concepto, que tiene múltiples declinaciones. Porque lujo es exclusividad, sí, pero también es espacio, tranquilidad, sencillez.
El primer método es bien conocido: consiste en crear un entorno tan extraordinariamente caro y restringido que impide a las masas colonizarlo. Sin embargo, esta fórmula tiene un inconveniente grave, porque el dinero abundante no suele garantizar (más bien, al revés) la educación (no confundir este término con 'titulaciones académicas') ni la categoría humana (esta hay que heredarla y cultivarla) de quien posee esos pingües recursos económicos.
El segundo camino es más difícil (hay que creer en él para seguirlo y, además, debe contar con el acuerdo de la inmensa mayoría), pues es el opuesto al primero: hay que mantener todo como era, mejorando lo que el buen juicio recomiende (pero sin pasarse ni intentar transformar lo bueno en inmejorable, porque, casi siempre, se estropea al hacerlo). La consecuencia, casi automática, es conseguir el otro tipo de lujo, ese que está basado en tener al alcance de la mano cuanto se necesita para ser feliz y mantener vivas algunas dificultades naturales que para nada impiden la felicidad, sino todo lo contrario. Es el mejor tipo de lujo. Y, encima, es muy barato.
Bueno, pues este es el lujo de Kéa. Y, claro, los griegos (en particular, los atenienses, lo mantienen en el más riguroso de los secretos).

Para llegar a Kéa (también llamada Tziá) hay que viajar, primero, al puerto de Lavrion (el nombre moderno es Lavrio), que está a poco más de sesenta kilómetros de Atenas, en dirección sureste. Llegando al cabo Sounion (Sunio), nos encontraremos con un puerto amplio y desprovisto de edificios, donde embarcaremos en un ferry hacia Kéa. 

El ferry pasa primero junto a una isla un tanto misteriosa, muy próxima a la costa, en la que no para ningún barco (que yo sepa). Se trata de Patroklos, una isla de propiedad privada que tiene un aspecto solitario y un tanto enigmático, pese a su cercanía a la costa. Los pocos barcos que van de Lavrio a Kéa, pasan junto a ella de largo, como si no existiese...

Ruinas del teatro de Tórico

En el continente hemos dejado algunas ruinas importantes. Las más  próximas al puerto son las del teatro de Tórico, que, según pudimos saber, es el teatro griego más antiguo que se conoce. 
La verdad es que el panorama que presenta, tras haber sido excavado a finales del siglo XIX, resulta impresionante, situado a los pies de una colina cónica, en cuya cima aún quedan restos de la antigua acrópolis de la ciudad.
Tiene capacidad para más de tres mil espectadores y sentándonos en sus gradas podemos divisar el mar Egeo que, probablemente, en la antigüedad llegaba casi hasta el borde de su orquesta (rectangular, en vez de circular, como la de todos los teatros de la Grecia antigua).
También es única su forma, ya que es elíptica y no semicircular como es habitual.
Resulta curioso que no haya turistas, porque nos encontramos en un lugar de absoluta singularidad y de valor arqueológico incalculable.
Al parecer, Tórico fue una ciudad importante desde tiempos muy remotos (se habla del siglo XV a. C.), contando con minas de plata y plomo, de cuyas galerías aún se conservan más de cinco kilómetros excavados. Estuvo fortificada con una gran muralla y mantuvo su pujanza hasta la conquista romana (a principios del siglo I a. C.). Más adelante, ya en en VI de nuestra era, quedó abandonada, como la mayor parte del Ática.

Templo de Poseidón

Mucho más impresionantes que estas escondidas ruinas son las del templo de Poseidón. 
Situado en lo alto del cabo Sunio, dominando un Egeo de azul intensísimo y con vistas de belleza sublime, lo que hoy ven los viajeros que hasta él llegan (son pocos para los que estaría más que justificado que lo visitasen) es el 'nuevo' templo, construido en tiempos de Pericles, a mediados del siglo V a. C., que fue levantado sobre las ruinas del arcaico, destruido unos años atrás por Jerjes.
Al estar situado sobre un poderoso acantilado con más de sesenta metros de altura sobre el mar, presenta un panorama espectacular, capaz de emocionar al esforzado visitante que ha subido la empinada cuesta para llegar hasta él.

El Egeo desde lo alto del cabo Sunio

No podemos saber quién eligió, en tiempos remotos, ese emplazamiento para su construcción, pero de lo que no hay duda es de que sería perfectamente razonable que hubiese sido el propio dios de los mares quien lo hubiese escogido. No puede haber en toda Grecia un lugar mejor para levantar un templo a Poseidón.
Es de suponer que la contemplación de sus esbeltas columnas (todavía quedan muchas en pie) desde el mar tiene que causar una impresión difícil de olvidar y traslada al navegante un mensaje claro: "¡Atención!, estás llegando a la morada de los dioses".


Pero volvamos (bueno, en realidad todavía no habíamos llegado) a nuestra isla de Kéa.
Está a tan solo 16 millas de Lavrio, y el trayecto del ferry no se hace largo. 
Pronto avistamos el pequeño puerto de Coresia, que nos recibe con ese espíritu acogedor y relajado, del que no está ausente un leve tono de indiferencia, característico de aquellos lugares que no han hecho del turismo su religión, aunque sea parte fundamental de su economía.
Quedarse en Coresia no es una mala opción, ya que es un lugar en el que, habiendo de casi todo, sobran pocas cosas. Además, dada la pequeña extensión de la isla (unos ciento treinta kilómetros cuadrados), es una buena base para ir a cualquier sitio.

Coresia

Sin embargo, hay otras alternativas, que suelen gustar más al visitante ocasional (la mayoría atenienses que tienen en Kéa una segunda residencia, muchas de ellas desperdigadas por las laderas de los montes próximos a la zona norte, la única medianamente habitada).
Sus costas son limpias y salvajes, con algunas playas (pocas) preparadas para recibir bañistas y otras, de difícil acceso, repartidas por sus ochenta kilómetros de litoral.
En lo que todas coinciden es en sus aguas claras y cristalinas, de las que Jacques Cousteau escribió: "Yo nunca había encontrado, en ninguna otra parte del mundo, aguas tan transparentes como las de una pequeña isla del mar Egeo llamada Tziá, en el noroeste de las Cícladas, apenas a unas pocas millas del Ática".
No exageraba el bueno de Cousteau cuando describió de esta manera, a mediados de los años setenta, lo que vio al aproximarse a Kéa en una de sus expediciones, concretamente la de exploración del naufragio del HMHS Britannic, hundido en 1916 al chocar con una mina alemana. Este gran barco, gemelo del Titanic, que fue el mayor de los hundidos durante la I Guerra Mundial, estaba acondicionado como barco-hospital. En el naufragio (se hundió en menos de una hora) murieron treinta personas, pero la mayoría de los que iban a bordo (más de mil) lograron salvarse. Todavía hoy está considerado como el más grande de los barcos de pasajeros que reposa, casi intacto, en el fondo del mar. Se encuentra a solo cuatro millas del gran puerto natural de Aghios Nikolaos, al norte de la isla.

HMHS Britannic

Otra de las virtudes de Kéa es que goza de los favores del meltemi, un viento fresco y seco que, en verano, suele atravesar la isla de norte a sur, aliviando el calor de forma considerable.
La leyenda asegura que este viento fue atraído por Aristeos, hijo de Apolo y la ninfa Kyrini (Cirene), quien, aparte de enseñar a los lugareños el cultivo del olivo y la apicultura, ofreció sacrificios a Sirio (la estrella más brillante del firmamento) y a Zeus, en la montaña más alta de la isla, logrando con ellos que el meltemi acariciase con su brisa aquellas tierras.
Por otro lado, saber que en Kéa estuvo vigente la ley 'Kion to Nomimon' hasta el siglo III d. C., produce en nuestros días una indiscutible inquietud. Esta ley, acatada sin discusión por los habitantes de la isla, establecía que todo aquel ciudadano que hubiese cumplido los sesenta años debía poner fin a su vida, voluntariamente, mediante el infalible método de ingerir una dosis suficiente de cicuta. Al parecer, el responsable de esta ley tan poco considerada con los mayores, fue Arístides (un sabio de la antigüedad, nacido en Kéa), quien la estableció para garantizar el sustento de las nuevas generaciones, liberando a los lugareños del compromiso de mantener a aquellos miembros de su sociedad cuyas mermadas facultades intelectuales o físicas no les permitían hacer una contribución positiva al colectivo.
Me han llegado diversas versiones del contenido literal de esta ley, pero de lo que no cabe duda es de que era práctica habitual en Kéa el suicidio de quienes (en la mayoría de los casos, por su avanzada edad) ya no se consideraban útiles para los demás.


De sus cuatro antiguas ciudades-estado (Karthaia, Ioulis, Poiessa y Korissos), podríamos decir que solo quedan activas las herederas de Ioulis y Korissos. De esta última (el actual puerto de Coresia) ya hemos hablado antes. Y ahora debemos hacerlo de la capital de la isla: Ioulis.
Situada en lo alto de la montaña que se eleva en el centro de la parte norte, se cree que fue edificada aquí para estar mejor protegida de los frecuentes ataques piratas. Es un pueblo pintoresco, al que se accede por una carretera llena de curvas, desde el puesto de Coresia. No hay en él tráfico rodado, por lo que sus estrechas calles solo pueden recorrerse a pie y no es inusual encontrarse en ellas con burros que se mueven con soltura por el pueblo, ejerciendo su función de único medio de transporte. 
Pasear por Ioulis es un verdadero placer, que nos permite retroceder en el tiempo, pero es necesario estar en forma, ya que sus cuestas son empinadas. Por fortuna, es fácil encontrar alguna taberna en la que reponer fuerzas.
También tiene un pequeño (pero interesante) museo arqueológico, en el que merece la pena detenerse, pues no hay que olvidar que Kéa está habitada desde la Edad del Bronce.
Es de todo punto imprescindible llegar hasta el gigantesco 'León de Ioulis' (Liontas) que, tallado en la piedra de la montaña y luciendo una extraña sonrisa, nos recuerda la legendaria historia de unas ninfas que provocaron los celos de los dioses, hasta el punto de hacerles tomar la drástica decisión de enviar un fiero león a la isla... con intenciones muy poco amigables. Al parecer, nuestro simpático Liontas (tiene expresión amable y sonriente) data del siglo VI a. C. Un paseo largo, pero necesario, del que ningún visitante se arrepiente.

León de Ioulis

De la tercera ciudad antigua, Poiessa, apenas quedan restos. De hecho, es probable que, en algún momento, perdiese su autonomía y pasase a depender de Karthaia (de la que hablaremos después). Hoy solo nos queda, al visitarla, la posibilidad de disfrutar de su excelente playa y observar las bases de sus muros sobre la inclinada ladera de una de las dos colinas que encuadran un fértil valle. Un valle que debió ser, en tiempos remotos, una importante zona agrícola. 

Karthaia, la última de las cuatro ciudades-estado de Kéa, nos reserva un panorama sorprendente.
Llegar hasta ella ya tiene mérito, pues es precisa una larguísima caminata de más de una hora (puede hacerse en burro, previa reserva), siguiendo el lecho de un río siempre seco y atravesando campos solitarios por un estrecho sendero.
Fue una gran ciudad, de eso no hay duda alguna. Una ciudad que acuñó su propia moneda, 
Tal vez aquí sea oportuno mencionar que los sacrificios ofrecidos por Aristeos no fueron, ni mucho menos, los únicos que tuvieron lugar en la isla. La aparición veraniega de la estrella Sirio (siempre relacionada con una imagen canina), era esperada y temida en todas la ciudades. Observada con claridad, vaticinaba bonanza y fortuna... pero si se presentaba brumosa o borrosa, era presagio de desgracias. 
Aparte de los sacrificios a Sirio (y a Zeus, claro), algunas de las monedas acuñadas en Karthaia presentaban imágenes de perros o estrellas (o un perro que brillaba como una estrella), en clara alusión al respeto que les infundía Sirio.

El mar, desde las ruinas de Karthaia

Dos bonitas playas acogen al Egeo a los pies de Karthaia. Bañarse en sus cristalinas aguas, en absoluta soledad, es un viaje impagable a la antigüedad. Detrás de nosotros, el teatro de la ciudad nos observa tranquilo, con sus bien restauradas quince filas semicirculares de piedra.
Sobre la colina, las columnas de templo de Atenea dominan el panorama. Hay que subir hasta él, tras haber pasado un buen rato entre las viejas piedras que lo rodean, haciendo evidente que el complejo del templo fue mucho mayor de lo que vemos ahora.
Pasar en Karthaia una noche, viendo cómo Sirio resplandece en el cielo, debe ser una experiencia inolvidable. Yo no pude quedarme, pero volveré para hacerlo. Estoy seguro.
Eso sí, hay que ir bien pertrechado, porque allí no hay nadie. No hay nada... aparte de tres mil años de historia, claro.

El templo de Atenea, en Karthaia

Un verano en Kéa es algo imprescindible en la vida. 
Y si, además, tienes buenos amigos en la isla, será un recuerdo que permanecerá vivo para siempre. Todo el mundo disfruta allí, niños y adultos. Pero, claro, como todas las cosas buenas de la vida, tiene un serio inconveniente: hay que marcharse cuando se nos acaban las vacaciones.

O no.

sábado, 13 de enero de 2018

La magia de Kubu Island



Al norte del desierto del Kalahari, lejos de cualquier vestigio de lo que hoy conocemos como 'mundo civilizado', nos encontramos con uno de esos lugares apasionantes, más cercanos a la imaginación que a esa vulgarizada realidad que en nuestros tiempos nos envuelve: Kubu Island.
Lekhubu, que es su verdadero nombre, es una isla, sí, pero una isla de granito blanco en mitad de una inmensa planicie que, sin duda, fue un gigantesco lago salado en alguna época remota. Ya no hay agua que la rodee (salvo el espejo húmedo que se forma en la llanura durante la breve estación lluviosa), sino una infinita depresión cubierta de sal: los salares de Makgadikgadi, que ocupan, en su conjunto, una extensión de más de 16.000 kilómetros cuadrados, lo que los convierte en los mayores del mundo.

Botswana es un país extraordinario, conocido, fundamentalmente, por el famoso delta del Okavango, pero puede que su punto más excepcional sea Kubu Island.
Pasar allí una noche es una de las experiencias más extraordinarias que están al alcance de quienes hemos consumido la mayor parte de nuestra vida en un ambiente urbano. Cierto que dormir en pleno desierto, es, también, algo singular, pero aquí, en Lekhubu, al desierto (que lo es) se le une una dimensión nueva: las rocas blancas que se elevan sobre la nada, coronadas por gigantescos baobabs que sobrecogen al viajero.

Por si todo ello fuera poco, misteriosos restos arqueológicos nos indican que la 'isla' estuvo habitada en un pasado lejano, tal vez cuando aún abundaba el agua en la zona y tribus dedicadas al pastoreo la frecuentaban con su ganado, buscando la protección de esas rocas que hoy nos asombran con sus perfiles prominentes apuntando al cielo.
Algunos de esos grupos rocosos asemejan pelotones de menhires colocados con descaro por la naturaleza para producir respeto a quien se acerca. Respeto que se ve incrementado por la combinación del blanco del granito con los troncos rojizos de los baobabs.

Dicen que fue un lugar sagrado, en el que se practicaban rituales iniciáticos. Es muy probable que sea cierto, ya que las ruinas de algunas construcciones y los materiales prehistóricos allí encontrados parecen evidencia de ello. Una teoría que se ve reforzada por el hecho de que los habitantes de los poblados más próximos siguen enviando a sus jóvenes a Lekhubu para su tránsito a la edad adulta, ceremonia que escenifican con cánticos y ofrendas.

Es imprescindible observar el horizonte desde lo alto de las rocas. Trescientos sesenta grados de desierto salado y silencioso a nuestro alrededor, bajo la limitada protección de la desproporcionada sombra de los baobabs (muy poca sombra para venir de unos árboles tan grandes). Una vista que nos estremece tanto como difumina cualquier delirio individual de grandeza, y nos devuelve a nuestra verdadera, minúscula realidad. Al caer la tarde y en los primeros momentos de la mañana, los colores provocados por el reflejo del sol nos dejan imágenes que traspasan la retina para quedarse grabadas en el espíritu.




Nadie vuelve de Kubu Island como llegó. La transformación se produce, inexorable, elevándonos apenas sobre el océano de sal del que surge Lekhubu, la isla mágica de los baobabs.

miércoles, 18 de enero de 2017

Regreso a Lisboa

El estuario del Tajo

Lisboa es una de esas ciudades que siempre despiertan en el viajero los mismos sentimientos nostálgicos que le inundaron la primera vez que la visitó. Da igual que hayamos estado en ella en múltiples ocasiones... o solo en una. Lisboa nos recibe con esa reposada emoción, fruto de la profunda seducción que ejerce en los sentidos y de esa sabiduría milenaria que sigue aferrada a sus viejas piedras y a sus señoriales edificios.

Casa Balthazar
Pero, por supuesto, es mucho mejor acercarnos a ella con frecuencia. De igual forma, es fundamental elegir un buen lugar para quedarnos y, entre todos los que conozco (que ya suman un buen número, tras tantos años de viajar a la bella capital portuguesa), no encuentro otro mejor que Casa Balthazar, un secreto muy bien guardado que casi temo compartir por miedo a contribuir con mi recomendación a que sus pocas habitaciones se saturen más de lo que ya empiezan a estarlo.

A mí me gusta visitar Lisboa al final del otoño, cuando la ciudad rezuma melancolía y sus siete colinas parecen gigantescas dunas de plata, coronadas por rojos y escalonados tejados protectores. Y me gusta contemplarla desde los límites del Chiado, pues, desde allí, las vistas nos iluminan el espíritu. 

Miradouro de Sâo Pedro de Alcántara






















Elevador de Glória





Dentro del Elevador da Glória




Seguramente por esa misma razón, mi hotel favorito es Casa Balthazar, algunas de cuyas amplias habitaciones nos ofrecen un panorama similar al del famoso miradouro de Sâo Pedro de Alcántara, al que se accede por el siempre atractivo Elevador da Glória, amarillo y lisboeta como ninguno. Luego, merece la pena pasear de vuelta al Chiado y tomar el aperitivo en A Brasileira (o, mejor aún, en la terraza de Benard, que tiene menos turistas y está un poco más retirada del ajetreo que nunca falta en la de su más popular vecino.








Un poco después (y tras visitar la librería más antigua del mundo –Bertrand– y comprar en ella el libro de Pessoa 'O que o turista deve ver'), conviene apresurarse por la calle Garrett (ya volveremos más tarde, con menos prisas) para llegar a tiempo al mejor (de lejos) restaurante de Lisboa, el Uma, donde por diez euros comeremos el más fabuloso arroz con marisco que la mente más fantasiosa pueda imaginar. 

Y hay que hacerlo antes de que cierre de forma definitiva, que, por desgracia, me temo que no será dentro de mucho. Esa cazuela de arroz, repleta de langostinos, cigalas, buey de mar y unos cuantos mejillones justifica, por sí misma el viaje. Ir a Lisboa y no comer al arroz con marisco del Uma es uno de los pecados más atroces que se pueden cometer. 
El restaurante, de aspecto modesto y nada atractivo, pasa desapercibido en la discreta Rua dos Sapateiros, una calle-oasis en pleno centro de la Baixa.


El arroz con marisco de Uma

No hace falta, en consecuencia, comer en los famosos Belcanto, Alma o Pap'Açorda (por mencionar solo unos pocos) para disfrutar de los placeres culinarios de la capital en la que más tarde se pone el sol de la Europa continental. Pese a ello, cabe resaltar el gran progreso de los cocineros portugueses, en especial de los de la nueva generación.

En cualquier caso, como no solo de arroz con mariscos vive el hombre, deberíamos dejar el café para tomarlo en la Confeitaria Nacional (fundada en el año 1829 por Balthazar Roiz Castanheiro), un negocio familiar que hoy posee, asimismo, la ya mencionada Casa Balthazar y un moderno barco en el que se puede comer a bordo, mientras observamos la ciudad desde el Tajo.

Confeitaria Nacional
La plaza de Figueira (donde se encuentra esta veterana confitería) esconde, como los lectores de Turistas y Piratas ya conocen, otra joya en riesgo de extinción: el Hospital de Bonecas, del que ya hemos hablado en otra ocasión.

Volviendo a las experiencias culinarias, debemos reseñar un descubrimiento muy digno de destacar en otra zona de Lisboa. Siguiendo la moda ya  bien establecida en otras ciudades, los mercados se están renovando para ofrecer una alternativa moderna y más completa a la restauración convencional. Aquí nos estamos refiriendo, en concreto, al Mercado da Ribeira, un espacio singular y muy especial, en el que, respetando una amplia zona para la actividad tradicional de un mercado de productos frescos, ha convertido su enorme patio principal en un inmenso local en el que se ofrecen todo tipo de comidas y bebidas desde la mañana hasta la madrugada. El nuevo espacio, inaugurado en 2014, ha sido promovido por la revista Time Out, que ha convertido al que desde 1892 era el principal mercado de comida de Lisboa en un referente de modernidad para todos, y, muy especialmente, para los jóvenes. 

Mercado da Riveira (Time Out Market)









El resultado es espectacular, sobre todo cuando lo observamos desde el primer piso. Una iniciativa brillante desde el punto de vista arquitectónico que ya es uno de los centros de ocio preferidos de los lisboetas.


La diminuta Luvaria Ulisses
Con permiso de Alfama y del Bairro Alto, el Chiado sigue siendo mi barrio favorito de Lisboa, quizás por su tradición literaria, que se sigue respirando en sus pequeños rincones escondidos. Me gustan sus cafés, sus tiendas, sus restaurantes, sus empinadas calles, sus plazas... Solo me perturba la fallida rehabilitación de los Armazens do Chiado, nacidos en la recuperación de la zona, tras el terrible incendio de 1988 cuya excepcional ubicación merecía un centro comercial de mayor categoría y algo menos oloroso y populachero. Las múltiples tiendas de marcas internacionales que ocupan las aceras de la muy comercial calle Do Carmo no mitigan este sentimiento (pese a disfrutar de la elegante dignidad de los edificios recuperados por el gran arquitecto Siza Vieira, aunque sí me reconforto al pasar frente a la minúscula y excepcional tienda Luvaria Ulisses (luva es guante en portugués), cuya mera existencia apacigua mi ánimo.

Las ruinas del Convento do Carmo








No es posible ser exhaustivo en la descripción del Chiado, de hecho pienso que intentarlo es contraproducente. Lo único que sirve es recorrerlo y, mejor todavía, vivirlo. Pasar de noche, por ejemplo, junto a las ruinas del Convento do Carmo, atravesando una plaza bella y silenciosa de regreso a Casa Balthazar, es algo que inspira a cualquiera, trasladando por un momento al paseante a la vieja Lisboa... la anterior al gran terremoto de 1755.

Teatro Nacional Sâo Carlos






Sin salir del Chiado, una velada conviene reservarla para el Teatro Nacional Sâo Carlos, una pequeña joya de la música que combina una breve temporada lírica con otra sinfónica y escogidos conciertos de cámara. Muy agradable es la pequeña placita frente a su entrada principal, rodeada de restaurantes famosos (Belcanto, Alma) y otros menos distinguidos, pero llenos de encanto, como es el caso del Café no Chiado, de animada terraza asediada por el paso del tranvía, e interior con acogedor ambiente literario.

Café no Chiado






Perdonará el lector que nos hayamos centrado tanto en un solo barrio de Lisboa (con un par de notables excepciones, eso sí), pero es que el Chiado da para mucho. Tiene, además, a los poetas y escritores de su parte y, pese al acoso comercial del que hoy en día adolecen casi todos los barrios históricos de las grandes capitales europeas, mantiene buenas dosis de su espíritu original, al menos en las épocas de menor afluencia de turistas, compradores compulsivos y noctámbulos bulliciosos. Y si, aparte de todo ello, consiguiésemos que cesasen definitivamente en su monserga los supuestos músicos callejeros que se empeñan en dar la tabarra a quienes solo buscan un rato de sosiego en la terraza de A Brasileira, junto a la estatua sedente de Pessoa (pobrecillo si quisiera en estos tiempos volver a su viejo café para relajarse y escribir), el encanto del corazón del Chiado subiría muchos enteros.

Lisboa vista desde Casa Balthazar
Pronto volveré a Lisboa. Y espero tener tiempo para dedicarlo al viejo barrio de Alfama... siempre y cuando eso no me impida comer un par de veces (al menos) el bendito arroz con marisco de Uma, a cuyos dueños (Joâo y Maria, ya entrados en años) Dios conserve la salud y las ganas de trabajar muchos años más. Así sea.

lunes, 28 de noviembre de 2016

A orillas del Tahoe

En aquellos tiempos (ya lo he contado en alguna ocasión) mis relaciones con el sheriff de Sacramento no pasaban por su mejor época.
Para ser más exactos, mi situación con respecto a la principal autoridad policial del condado atravesaba por un momento comparable al que solía presidir la convivencia que caracterizaba la mantenida por el protagonista de la principal obra de José Mallorquí con los representantes de la ley de aquel nuevo estado de la Unión a mediados del siglo XIX, y que, generalmente, era poco amistosa.

Pese a que el verdadero responsable de aquel conflicto no era yo, sino mi amigo Steve, y sin tener en cuenta mi condición de modestísimo hacendado californiano (en esto, sin embargo, mi situación no era comparable a la de D. César de Echagüe), la actitud del sheriff hacia mí nunca fue, digamos, cariñosa.

No era, por lo tanto, raro que yo procurase reducir mi estancia en Sacramento al mínimo imprescindible, lo que justificaba mis escapadas al cercano lago Tahoe e, incluso, al vecino estado de Nevada.

Montañas, pinares y aguas cristalinas

El impresionante Tahoe, famoso por sus magníficos paisajes montañosos, cubiertos de frondosos bosques y la claridad de sus cristalinas y purísimas aguas, es, en verdad, grande. Casi podríamos decir (exagerando muy poco) que tiene una superficie similar a la de la isla de Ibiza, bañando en su orilla oeste California, mientras que su lado oriental se extiende, de norte a sur, junto a las tierras de Nevada.

A casi dos mil metros de altura y protegido por una gran reserva natural, la naturaleza presenta en el entorno de sus más de cien kilómetros de costa un ambiente típicamente alpino, en el que el visitante puede disfrutar tanto en invierno como en pleno verano.

Pero en tiempos no tan lejanos, el lago tuvo otro nombre: Bigler. Puesto en honor de John Bigler, tercer gobernador de California y personaje muy popular en el joven estado en aquellos años. Su favorable predisposición hacia la causa sudista, no gustaba nada a muchos políticos y militares influyentes, lo que, tras algunas alternativas, provocó que el lago dejase de ser conocido por el apellido del gobernador y acabase con su nombre actual, políticamente mucho más correcto, pese a estar derivado de una errónea pronunciación de su nombre original en la lengua de sus antiguos habitantes, los Washoe.

El lago, en verano





La famosísima serie de televisión Bonanza contribuyó a la popularidad del Tahoe. El inmenso rancho de los Cartwright se extendía junto al lago, en tierras de Nevada, próximo a la ciudad minera de Virginia City, y sus aventuras amenizaron durante años las tardes de los televidentes de todo el mundo.
Rodada en color, es recordada por todos nosotros en blanco y negro (tal como la vimos) y ha quedado para siempre como una de las más duraderas de la historia de la televisión. En Estados Unidos se mantuvo once años en pantalla (entre 1961 y 1972), alcanzando las más altas cotas de audiencia, al igual que en muchos otros países.

Yo nunca visité Virginia City (ya convertida en un recuerdo de lo que fue), pero sí llegué hasta Reno, ciudad que es para los residentes en el norte de California lo que Las Vegas es para los del sur, es decir, el paraíso del juego. 

No es un lugar que se cuente entre mis favoritos, aunque debo reconocer que, al menos en aquellos tiempos (no me refiero a los de Bonanza, en los que yo creo que aún no se había fundado la ciudad de Reno, pese a aparecer en el famoso mapa que ardía durante la presentación de cada capítulo, sino a los de mi estancia en California), el MGM-Grand era un casino que llamaba la atención a quienes no conocíamos más que otros más clásicos, como los de Biarritz o Montecarlo.

El MGM-Grand era, en realidad, un hotel. Un hotel que, aparte de contar con dos mil habitaciones y todo tipo de instalaciones para congresos y celebraciones, albergaba en su planta baja al mayor casino del país. Su sala principal tenía las dimensiones de un campo de fútbol y pasear por ella se convertía para el visitante en todo un espectáculo. No hacía falta jugar, bastaba con moverse entre mesas con tapete verde y cientos de máquinas tragaperras, cuya música, luces y colorido atraían a un público frenético, dispuesto a dejarse un buen puñado de dólares a cambio de una explosión de adrenalina.
La primera impresión la recibías en la misma entrada, donde un melenudo león (llamado Metro) te recibía, dispuesto a dejarse retratar contigo, si tenías suficiente ánimo para intentarlo.
Sinceramente, tras pasar un día allí parecía difícil aceptar que aquel próspero y multimillonario negocio estuviese predestinado a sufrir las consecuencias de una grave crisis (dicen que originada por la ley conocida como Indian Gaming Regulatory Act) que acabase con las sucesivas ventas de la propiedad, hasta llegar a nuestros días bajo el nombre de Grand Sierra Resort. 

Reno (Nevada)





Reno es el contrapunto del lago Tahoe. Una ciudad que se hace llamar a sí misma 'The Biggest Little City in the World' y que resplandece con sus luces bajo la atenta mirada de las montañas de Sierra Nevada, poco tiene que ver con los tranquilos y bucólicos paisajes de las riberas del lago, entre los que destaca la pequeña bahía conocida como Emerald Bay.

Emerald Bay





De este rincón del lago, todo es memorable, desde su playa (para quienes no se asusten de una temperatura del agua nada caribeña) hasta su célebre isla, Fanette Island (la única que existe en el Tahoe) y que es conocida por estar en ella los restos de la 'Tea House' de Mrs. Lora Knight, dueña de aquellas privilegiadas tierras en los años veinte del pasado siglo. Antes la había habitado (entre 1863 y 1873) el excéntrico capitán Dick Barter, quien, tras construir en la isla su propia tumba y una capilla, nunca pudo ser enterrado en ella ya que desapareció un poco más al norte, durante una tormenta. Concretamente en Rubicon Point, donde se encuentra el faro más alto de los Estados Unidos (no por el tamaño de su torre, sino por estar situado a casi dos mil metros sobre el nivel del mar).

Desde una ventana de la 'Tea House' de Fannette Island



Hace mucho que no he vuelto por aquellos parajes de inmensos pinares y altas montañas, algo que espero hacer pronto, siempre y cuando haya constatado, de forma fehaciente, que el viejo sheriff del condado de Sacramento ha dejado de tener cualquier tipo de relación con las actuales autoridades de California, claro está.

Las cristalinas aguas del Tahoe y Sierra Nevada