viernes, 26 de octubre de 2012

Venecia en otoño

Fui por primera vez a Venecia hace casi cincuenta años. Ya sé que, dicho así, parece mucho tiempo, pero, en realidad, no es tanto... y para ella no es apenas nada.

Como es lógico, algunos recuerdos de aquel viaje los tengo casi perdidos, pero otros, curiosamente, se me han quedado grabados. Y también conservo una muy interesante correspondencia con mis padres de aquellos días. Un día hablaré de esas y otras cartas.
Yo podría asegurar que pequeñas embarcaciones de vela latina navegaban por el Gran Canal. Al menos, a mí me parece que las vi. Es la única imagen diferente que guardo de una ciudad por la que parecen no haber pasado los años en otoño.

Y digo en otoño, porque en verano sí se nota el terrible paso del tiempo. Del tiempo y de las compactas multitudes que fluyen, obsesivas, entre Rialto y San Marco, cual marabunta multicolor y pueblerina.

Está claro que en otoño no es tan grave. Desde luego que hay turistas, claro, pero en muchas zonas y, sobre todo, a ciertas horas, casi están desaparecidos.
Es entonces cuando la vieja capital de la Serenissima alcanza su verdadera dimensión, en su más alta cota de tristeza escénica. Mahler parece sonar en cada esquina y la sombra de Visconti y Mann se refleja en los pequeños canales y en las vacías playas del Lido.

Recuerdo, con claridad, el hotel Bauer, junto a la fantasmagórica aparición nocturna de la iglesia de San Moise'. Una góndola recogía en su puerta lateral a una pareja muy joven. Tan joven que ella parecía casi una niña, de larga y ondulada melena rubia y grandes ojos azules. El gondolero también era joven y guapo. Muchas veces me he preguntado qué habrá sido de él...


He vuelto tantas veces a Venecia que confundo mis viajes. Todos me parecen el mismo. De hecho, creo que nunca he llegado a irme de allí. Siempre me parece que estoy visitando aquella gran exposición de Canaletto en la isla de San Giorgio, tomando el té en el Caffè Florian, comiendo al aire libre en la terraza del Monaco, cenando en Harry's Bar o asistiendo a una representación de Il Trovatore en La Fenice.

Reconozco que me gusta ir a pasear al Lido y comer en Torcello durante el verano. Y que la primavera veneciana, tras su agobiante Carnaval, en el que esperas encontrarte a Mozart en cada esquina, está llena de rincones interesantes y de atractivas promesas efímeras vestidas de rojo anaranjado debajo de una sonrisa que se vende al mejor precio, pero es en otoño e, incluso, en invierno, cuando las islas de la antigua república del Adriático nos muestran su verdadera y profunda magnitud. Solo entonces podemos apreciar, en nuestras largas caminatas por San Polo o por los alrededores de la Madonna dell'Orto, la centenaria tristeza solitaria de una calle (que no via) o esa luz acerada y eterna que se refleja en los pequeños canales.



Cuando muere la tarde, acompañada por una suave neblina, o en esas mañanas grises de lenta y fina lluvia, Venecia se envuelve sobre sí misma y parece como si la noble piedra de sus viejos palacios nos devolviese la mirada, empapando nuestro ánimo de las notas de la música de Tomaso Albinoni, que resuenan en nuestros oídos, siempre en clave de sol menor, con esa tonalidad dulce y melancólica que nos regalan las gotas de lluvia al caer, armónicamente, sobre el suelo empedrado del Campo dei Frari.

Mi restaurante favorito es la Osteria Al Mascaron, a pocos pasos de Santa Maria Formosa, en uno de cuyos muros está la máscara labrada en piedra que le da nombre. Es una fantástica taberna veneciana en la que hay que probar sus inigualables spaghetti all'astice (langosta) y, tras la comida, pasear sin prisa por las calles cercanas, visitando la asombrosa librería Linea d'Acqua, hasta llegar al Campo SS. Giovanni e Paolo.
Los otros tres restaurantes que no hay que dejar de conocer son la Trattoria Antiche Carampane, un lugar auténtico que no ha hecho concesión alguna al turismo; la pequeña Enoteca ai Artisti, en pleno Dorsoduro; y el imprescindible Harry's Bar, cuna del bellini y de los mejores tagliolini gratinati del mundo.

Tomaremos algo, para entrar en calor, en el Caffè dei Frari o un prosecco en una de las viejas tabernas del sestiere de Dorsoduro, pero no sin antes haber visitado al que considero mejor pintor contemporáneo veneciano, Roberto Ferruzzi, nieto del autor de la célebre Madonina, a ser posible en su propio estudio, mucho más atractivo que su cercana galería.

Desde luego, es fundamental dormir en Venecia. Es necesario disfrutar la oportunidad de recorrer sus calles y canales cuando las hordas de turistas ya la han abandonado. La propia plaza de San Marco es otra cuando la observamos por la noche, casi desierta.

No vamos a descubrir ahora los magníficos hoteles de Venecia, como el ya mencionado Bauer, el Gritti o el Danieli, pero, desde hace unos años, me inclino por una alternativa difícil de superar. Me refiero al pequeño y maravilloso Novecento que, con solo nueve habitaciones (todas diferentes, por supuesto), es la mejor opción que hoy existe para pasar la noche en la ciudad de los canales. Su primo hermano, el Hotel Flora (propiedad, como el Novecento, de la familia Romanelli) es una muy buena alternativa, sobre todo con buen tiempo, para disfrutar mejor de su bonito patio. Ambos están situados estratégicamente, a unos pasos de San Marco y la Accademia.
Me da pena que otro hotel que me gustaba mucho, La Fenice et des Artistes, se encuentre un tanto descuidado. Desayunar escuchando los cercanos ensayos del Gran Teatro La Fenice es un lujo difícil de igualar.

 Guías de Venecia hay tantas que solo voy a mencionar aquí una de las más curiosas, sobre todo por su manera de aproximarnos al mundo del gran dibujante Hugo Pratt: La Venecia Secreta de Corto Maltés. Historias e itinerarios venecianos, acompañados de buenos dibujos a pluma. Me gusta. Como me gustan los cuatro caballos de San Marco. Una noche soñé que cabalgaba sobre uno de ellos. Soñé que el caballo era blanco y que sus crines castañas volaban al viento mientras galopaba. 
Pero solo fue un sueño veneciano. Uno de esos sueños que siempre mueren  cuando, de tanto mirar hacia el futuro, el presente nos devuelve a la frontera del pasado.

Pronto volveré. Venecia en otoño... o en invierno. Tan triste como bella.

martes, 16 de octubre de 2012

Giverny, el jardín de Monet

Hay tantas cosas que hacer en París que es fácil olvidarse de Giverny.
Y, sin embargo, pocos viajes tan cortos, como el que hay que emprender desde la capital francesa hasta este pequeño pueblo bañado por el Sena, consiguen un cambio tan notable en el espíritu de quien se decide a hacerlo.

Vernon
Giverny tiene un encanto muy especial. Por algo Claude Monet lo eligió para trasladar allí su residencia y pasar en ella la mitad de su vida. Fueron más de cuarenta años los que vivió en esta pequeña localidad de la Alta Normandía el gran genio impresionista. Allí murió y bajo su tierra reposan sus restos. 
No es posible comprender la obra de Monet sin haber visitado Giverny.

Apenas tiene quinientos habitantes esta minúscula localidad, vecina de la muy antigua y bella ciudad de Vernon, que también es imprescindible visitar en nuestro viaje.
Ambas están a unos ochenta kilómetros de París, por lo que son de fácil acceso por carretera, pero es mucho más interesante hacer el viaje en ferrocarril, tal como lo hiciera el propio Monet en 1883, cuando llegó por primera vez a Giverny.
Gare Saint-Lazare
Hay que subir al tren en la Gare Saint-Lazare de París y el trayecto dura unos tres cuartos de hora, siguiendo siempre el curso del Sena, con vistas a bonitos paisajes. Desde la estación de Vernon, que es donde nos debemos bajar, hay varios métodos para llegar hasta la casa y los jardines de Monet, pero el mejor de todos es a pie, cruzando el río y disfrutando de las magníficas panorámicas de la ciudad de Vernon.

Cuando nos acercamos, siguiendo la carretera, al viejo caserón del artista es probable que nos encontremos con un buen número de resignados visitantes (todavía potenciales) que guardan cola, pacientemente, a lo largo del muro exterior del edificio. Como es habitual en tantos otros lugares, estas compactas filas de aguerridos amantes del impresionismo son mucho más largas en los meses veraniegos. Pero debemos ser comprensivos, ya que el motivo de la espera (que luego agradeceremos) es evitar que los jardines se llenen de gente, lo que, sin duda, los afearía en grado sumo. Solo van dejando entrar nuevos visitantes a medida que otros van saliendo.

Nymphéas
Si el tiempo lo recomienda, habremos caído en la dulce tentación de los helados que un oportuno carrito ofrece en las cercanías de los que aguardan, ya que es difícil que nos hayamos aventurado a abandonar nuestro valioso turno para aproximarnos a la muy atractiva terraza ajardinada que, bajo el sugerente nombre de Les Nymphéas y frente a la entrada de la casa, nos brinda la posibilidad de tomar cualquier cosa que, con toda seguridad, se nos figura apetecible. Lo que sí haremos es jurarnos a nosotros mismos que no dejaremos de visitar tan estratégicamente situado local apenas salgamos de la mansión de Monet.

Se entra a los jardines a través de la casa, agradable de ver pero incapaz de contener nuestras ansias por llegar al exterior (que, en este caso, es "interior", ya que solo puede verse desde dentro, al estar perfectamente protegido de las indiscretas vistas de quienes se encuentran fuera de la propiedad).
Le Clos Normand
Los jardines son dos espacios bien diferenciados, tanto en el estilo como en el tiempo. El primero de ellos, el Clos Normand, fue desarrollado por el pintor a partir del original de la casa, en el que introdujo grandes modificaciones, eliminando árboles y llenándolo de flores por todas partes, en una brillante mezcla de orden y libertad para las plantas. Conserva el gran paseo central, del que fueron retirados los pinos y sobre el que colocó una serie de arcos de hierro por los que trepan los rosales. El impresionante colorido de los parterres,  con la gran casa al fondo, crea rincones de sorprendente belleza casi desde cualquier ángulo.
El segundo jardín es algo más nuevo. Está construido sobre un terreno que compró Monet al otro lado de la carretera y al que se accede por un paso subterráneo. Si bien el Clos Normand está diseñado a partir de un jardín existente, este otro es de absoluta creación del artista. Es el tantas veces retratado Jardín Acuático o Japonés, que en nada se asemeja a su hermano mayor. Una de sus grandes virtudes es parecer completamente natural, cuando es todo lo contrario. En él, Monet (al parecer, con gran oposición de sus vecinos) hizo excavar un estanque, aprovechando el agua del subafluente del Sena que lo atraviesa. El estanque no es otro que el celebérrimo Estanque de los Nenúfares
El Puente Japonés
Y sobre uno de sus recodos más especiales, colocó el Puente Japonés.

El placer de la visita es inmenso y, si tenemos la suerte de haber escogido un día soleado, no querremos terminarla nunca. 
Eso sí, al salir volveremos a encontrarnos con la acogedora terraza de Les Nymphéas y no dejaremos de aprovechar esta segunda oportunidad. Ya sea para una comida ligera o para tomar el té, es el cierre perfecto para la inmersión que acabamos de hacer en el universo de Monet.




Después, el paseo de regreso hacia Vernon y un recorrido por sus viejas calles y la orilla del Sena serán el feliz final de nuestro viaje de un día. 

Nenúfares en el Jardín Acuático
Es cierto que hay algún hotel en Giverny y, por supuesto, en Vernon, pero nunca he dormido allí (lo que no quiere decir que sea una opción a desdeñar) ya que el viaje a París es tan corto que lo haremos en un suspiro. 
Uno de los muchos que se nos escaparán recordando que, por unas horas, hemos formado parte de una de las maravillas del arte moderno: los jardines impresionistas de Claude Monet.

sábado, 6 de octubre de 2012

Namib, un desierto viviente

Los desiertos me gustan. En ellos somos capaces de darnos cuenta de muchas cosas e, incluso, de recordar otras que olvidamos fácilmente en lugares más ajetreados.
Todos los que conozco me han causado una impresión intensa y profunda, capaz de acercarte a ti mismo y alejarte de lo superfluo de la vida (que es casi todo, por cierto). Pero si hay uno que me entusiasma es el de Namibia.

El Namib Desert es, según dicen, el desierto más antiguo del mundo y, sin duda, la mayor atracción natural de la impresionante Namibia. Se extiende a lo largo de toda la costa del país y llega a adentrarse por su extremo norte en Angola y en Sudáfrica por su extremo más meridional, formando una franja de más de dos mil kilómetros de longitud por unos doscientos de ancho.



Skeleton Coast
Toda la parte septentrional de su zona limítrofe con el Océano Atlántico es conocida en todo el mundo como Skeleton Coast, tanto por los esqueletos allí encontrados de ballenas y otros grandes mamíferos marinos como por los restos de barcos que quedaron encallados en las arenas de sus costas de permanente y poderoso oleaje. Hoy son una de las maravillas turísticas de esta antigua colonia alemana que nadie que viaje al sur del continente africano debe dejar de ver.

Los paisajes del desierto son infinitos, el cielo tiene más estrellas de las que nunca fuimos capaces de soñar... y las dunas, rojas e inmensas (algunas con más de doscientos metros de altura) nos trasladan a un océano de arena intensa y profunda, haciéndonos retroceder milenios y dudar de que nos encontramos en el planeta Tierra.

Duna en Sossusvlei
Como es imposible visitarlo en toda su interminable dimensión, tendremos que escoger una zona para visitar y, sin duda, la más interesante y espectacular es la que muchos consideran su punto neurálgico: Sossusvlei, en el interior del enorme Namib-Naukluft National Park.
Aquí las dunas alcanzan su máximo esplendor y, desde ellas, los oryx nos observan con displicencia, con sus largos cuernos y sus caras blanquinegras, adoptando cierto aire de superioridad, mientras que los springboks, más abundantes que sus circunspectos y lejanos parientes, saltan como activados por muelles en sus patas, agachando curiosamente la cabeza, para aumentar el efecto de su impulso. Porque el desierto de Namibia está vivo.

Gecko
Parece imposible que sea así cuando lo vemos por primera vez, perdiendo el aliento ante sus dimensiones y sus colores difíciles de imaginar (ocres, naranjas, amarillos, rojos...), pero está vivo.
Lleno de animales sorprendentes, casi todos silenciosos (los minúsculos geckos son una excepción cuando cae la tarde): zorros, chacales, antílopes, avestruces, cebras, hienas... que se confunden con el entorno en un alarde de mimetismo trabajado durante miles de años. Las pocas plantas que lo pueblan sobreviven gracias a su milagrosa adaptación al medio, hostil donde los haya. Pero encontraremos árboles imposibles, como el shepherd o el quiver, algunos adornados por los nidos más grandes y complejos que podemos imaginar...

Namibia ofrece grandes novedades con respecto a los otros países del sur de África, pero quizás su desierto es la principal de ellas. Para llegar a él, lo mejor es pasar por Windhoek, la capital, desde donde, en coche o en uno de los pequeños aviones que despegan del céntrico aeropuerto de Eros, nos será fácil acceder al corazón del desierto (una hora de vuelo o unas cuantas más, si vamos por carretera). El coche es un medio seguro, más económico y muy recomendable en un país como Namibia, donde la amabilidad de sus habitantes siempre nos ayuda a sentirnos como en casa.

Camel thorn tree
Una vez allí, en Sossusvlei, nos encontraremos con un buen número de lodges y campamentos en los que podremos alojarnos sin problemas, aunque siempre es prudente tener las reservas hechas antes de comenzar nuestro itinerario.
Casi todos son excelentes y resueltos con un inteligente concepto del lujo, muy alejado (afortunadamente) del de los grandes hoteles europeos o americanos. Allí el protagonismo lo tiene la naturaleza y, sin que falte la más mínima comodidad, consiguen que nos sintamos siempre identificados con ella. Por supuesto, no conozco todos, por lo que mi recomendación puede no ser perfecta, pero aseguro que quienes se decidan por Little Kulala, Wolwedans Private Camp o Sossusvlei Desert Lodge quedarán más que satisfechos. En cualquier caso, recomiendo la web expertafrica.com como una de las más completas y prácticas para preparar el viaje (y no solo para Namibia).

Volando sobre las dunas
Entre todos, mi favorito es el Sossusvlei Desert Lodge. Me gustan sus fantásticas excursiones en quad, que nos permiten interactuar con el desierto de una forma muy especial; los paseos a pie por las crestas de las dunas, los vuelos en globo sobre el parque al amanecer; las puestas de sol en la soledad del desierto mientras disfrutas de una taza de té... pero, sobre todo, me gusta que sus habitaciones tengan una gran ventana en el techo, justo sobre la cama, que te permiten quedarte dormido, tras una siempre agotadora jornada, observando un cielo con infinitas estrellas.

Es un viaje único, diferente, que merece la pena hacer si queremos ser conscientes de nuestra verdadera y, tal vez, ridícula dimensión.
El desierto de Namibia. El desierto de la vida. Porque nada es imposible en la naturaleza.

martes, 2 de octubre de 2012

Le rayon vert

Nada más lejos de mi ánimo que rebatir a Julio Verne.
Tampoco es mi intención crear una polémica acerca del lugar idóneo para observar ese extraordinario fenómeno atmosférico conocido como "el rayo verde" (Le rayon vert), aunque debo confesar que yo no tengo ninguna duda al respecto.

Le rayon vert (Julio Verne)
Si los protagonistas de la novela de Verne eligieron las costas occidentales escocesas para intentarlo fue por un motivo obvio, ya que todos ellos vivían en aquel país. Y es indiscutible, además, que el gran escritor francés tenía ganas de ambientar la historia en los extraordinarios y sorprendentes paisajes de su imponente litoral, tan apropiados para una aventura que debía ser romántica y épica, a la vez.
Fue su compatriota Eric Rohmer quien, muchos años después, situó la acción de su película del mismo nombre en Biarritz.
Yo tengo que coincidir con el cineasta galo en que esta muy especial localidad de la costa vasca francesa es el enclave geográfico perfecto para ver ese rayo solar, de tan singular naturaleza y legendaria tradición. Y, si lo hago, es porque tengo dos poderosas razones para ello. La primera (y casi suficiente para explicar mi convicción) es que yo lo he visto allí. No una, sino varias veces. Y, puesto que este motivo es bastante poderoso por sí mismo, ahorro a quienes lean estas líneas la exposición del segundo.

La Grande Plage y el faro  
Biarritz tiene una situación privilegiada y su historia la convierte en una de las ciudades turísticas de mayor renombre mundial. De hecho fue uno de los grandes balnearios de Europa mucho antes de que se conociera el significado de la palabra turismo.


Escudo de Biarritz

En sus orígenes, que aún recuerda con orgullo en su escudo, fue un pequeño pueblo ballenero, pero su particular belleza natural no podía pasar eternamente inadvertida. El Hôtel du Palais fue Villa Eugenia, un palacio construido por Napoleón III para Eugenia de Montijo, emperatriz de Francia. Así, a mediados del siglo XIX, Biarritz comenzó a ser el gran balneario de la aristocracia europea.
Hoy aún conserva esa clase señorial que la distingue, si bien hay que reconocer que en verano (sobre todo en el mes de agosto), pierde temporalmente una buena parte de su viejo glamour.

Ser una de las grandes capitales del surf de la vieja Europa ha rejuvenecido a la imperial villa que, por otra parte, sigue siendo uno de los mejores destinos de golf del continente y cuna de la moderna talasoterapia marina.

Hôtel du Palais
Cuenta con magníficos y lujosos hoteles, como el inigualable Hôtel du Palais, el Miramar o el Régina et du Golf, pero ya no existe el que, sin duda, fue su más extraordinario albergue, el pequeño y familiar hotel Lou Coufidou, en la minúscula rue d'Alger, junto al Jardin Public y a un paso de la reconvertida Gare du Midi. Yo recomiendo Le Château du Clair de Lune, una bella mansión del siglo XIX, que se alza en medio de un precioso parque, a muy poca distancia del centro y que cuenta con un gran restaurante anexo.
Otra muy buena opción, aunque más cara, es el Château de Brindos, frente a un tranquilo lago y rodeado de árboles centenarios.

Picasso en Biarritz
El restaurante más laureado de Biarritz fue, durante décadas, Le Café de Paris. Ya no existe como tal, pero, en el mismo edificio, hay un muy buen hotel, con el mismo nombre del legendario templo gastronómico, que destaca por sus modernas habitaciones y sus vistas panorámicas.
Para mí, el mejor restaurante está en el viejo puerto de pescadores, Chez Albert. Lo conozco desde hace casi cuarenta años y siempre quiero volver.

Sus espectaculares playas, desde La Milady a Miramar, pasando por La Côte des Basques o la pequeña y bien protegida del Port Vieux son uno de sus tesoros más reconocidos, pero siempre será la Grande Plage el símbolo de Biarritz y, tal vez, de toda la costa de vasca francesa. Ella es la que nos traslada a través del tiempo y de los sueños que no queremos olvidar.

Junto a la Grande Plage, el centenario Casino de Biarritz nos recuerda una época que no es necesario que vuelva... porque nunca se fue de nuestra memoria.
Y, a media tarde, es imprescindible hacer una visita al fabuloso Miremont, el gran salon de thé de la "playa de los reyes", con su terraza sobre el océano, fundado en 1872.

Cuando visitamos Biarritz, hay que dejar tiempo para conocer sus alrededores. Las excursiones son infinitas, desde luego, pero hay algunas necesarias.
Por ejemplo, pasear por San Juan de Luz, como hacía Lisbeth, años atrás, en los tiempos en los que El Mariscal afeaba en público su liviana memoria...
St Jean Pied-de-Port y sus placeres naturales y culinarios, Arcangues y su cementerio desde el que Luis Mariano disfruta de inigualables vistas sobre el campo de golf...
Pero, por encima de cualquier otra, hay una que no podemos dejar de hacer bajo ningún concepto: Cambo-les-Bains. En esta pequeña villa, conocida por su clima dulce y su estación termal, murió Isaac Albéniz y es sede del museo de Edmond Rostand, el creador de Cyrano de Bergerac. Su residencia, Villa Arnaga, es hoy la mayor atracción cultural de este pueblo verde y tranquilo, cuyas vistas sobre el majestuoso meandro de la Nive devuelven la paz al espíritu más angustiado.

La Nive
Regresando ya a Biarritz, siempre por carreteras secundarias que discurren entre prados, bosques, montes y caseríos, hay que apresurarse para buscar un buen lugar desde donde esperar el milagro del rayon vert.
Como todos sabemos, son precisas unas determinadas condiciones atmosféricas y un horizonte tan limpio como sereno. Solo dura un instante, por lo que la máxima atención en el momento en el que el sol nos muestra sus últimos rayos es imprescindible. La leyenda sigue asegurando que quien lo ve descubre la auténtica verdad de sus sentimientos.

Le rayon vert (Biarritz)

Yo visité Biarritz por primera vez en la primavera del ya lejano 1973. Y vi le rayon vert. Desde entonces procuro ir tantas veces como puedo. Sobre todo en diciembre. Mi día favorito es el 27. Puede que sea una casualidad o, ¿por qué no? una fantasía, pero desde entonces, nunca he dejado de ver ese rayo verde...




Nadie debería dejar de intentar verlo. Os aseguro que nada es imposible en Biarritz.