viernes, 23 de noviembre de 2012

Cannes, Niza y mucho más


Niza
Niza es la capital de la Costa Azul, así que empezaré por hablar de ella, al contrario de lo enunciado en el título.
La imagen que tenemos de ella no es la de una ciudad muy grande, pero lo es. Su principal belleza reside en su largo paseo marítimo, la Promenade des Anglais, que se puede recorrer en coche de punta a punta.
A mitad del paseo está el célebre hotel Negresco, que nos habla de los viejos tiempos de la ciudad. Para muchos siempre fue extraordinario, pero los más sensatos lo consideraban demasiado recargado, pasado de moda y con exceso de cortinas, colchas, alfombras y tapices. Suponemos que era del gusto de Napoleón, pero a mí lo que de verdad me impresionaba era su portero (no sé si seguirá todavía en su puesto), mucho más llamativo que el relevo de la guardia en el Buckingham Palace. Hoy está totalmente renovado y es un hotel lujoso y elegante que merece la pena visitar.

Atardecer en el puerto de Niza
Si nos bajamos del coche para ver de cerca su playa, comprobaremos que sería fantástica si, en vez de gruesos cantos rodados que destrozan los pies de los bañistas, tuviera arena.
Ya al final del paseo, llegamos a la Vieja Niza, una zona recuperada y muy agradable para pasear y tomar algo en una de sus simpáticas terrazas, en una de las cuales, mi amigo Agustín se tomó unos magníficos spaghetti a la vongole, durante uno de mis primeros viajes a Niza, allá por el lejano 1973.
Niza tiene interesantes museos de arte moderno, bonitas plazas y parques, así como algunas calles peatonales con tiendas animadas, pero, en general, nos deja una impresión de ciudad grande en un entorno privilegiado.
Desde el castillo (junto al puerto) y, sobre todo, desde Mont Alban (a la salida de la ciudad hacia Mónaco, por la costa), podemos disfrutar de magníficas vistas.

Cannes es la otra gran referencia de la Costa Azul, mundialmente conocida por su festival de cine y el destino predilecto de los creativos publicitarios todos los meses de junio (ver Cannes era una Fiesta).

El Carlton de Cannes
Si venimos (como es recomendable) por la autopista A8, atravesaremos Le Cannet (solo por un cartel sabremos dónde termina Le Cannet y empieza Cannes) por el bulevar Carnot, dejando a nuestra izquierda el atractivo liceo del mismo nombre (al ver sus bonitos jardines tendremos la tentación de pensar que allí la vida escolar se hace más llevadera). Al final del bulevar Carnot, las calles se estrechan y dudamos por cuál de ellas seguir, pero no hay problema porque siempre recto (más o menos) y hacia abajo, desembocamos frente a la mole del nuevo (ya no tanto, pues se inauguró en 1982) Palacio de Festivales (quienes critican al donostiarra Kursaal de Moneo deberían dar un vistazo imparcial a este poco agraciado mamotreto faraónico - con perdón de los antiguos egipcios -, un tanto deforme y carente de gracia). No sé si a alguien le gusta. Para mí es, simplemente, feo.

A la derecha del Palacio de Festivales tenemos el puerto y el Viejo Cannes. Y, a la izquierda su celebérrimo bulevar de La Croisette, repleto de hoteles y apartamentos lujosos (o, por lo menos, caros).
Kelly y Hitchcock en Cannes (1954)
Los tres grandes hoteles de La Croisette son: el Majestic (donde se suelen alojar los jurados de los festivales, por su proximidad con el Palacio), el Carlton (el más elegante y llamativo) y el Martinez (preferido por los españoles y latinos).
Hay otros, como el Gray D'Albion, el JW Marriott... pero son más modernos, más feos y con menos tradición.
El paseo a pie (se puede hacer primero en coche y, luego, andando) por la Croisette es obligado (el coche se puede dejar en el gran parking subterráneo que hay bajo el Palacio de Festivales). Desde aquí observaremos como la playa de Cannes es casi invisible para el paseante, pues solo se llegan a ver los pequeños trozos de arena de las dos playas públicas (una al principio y otra al final de La Croisette), el resto es una sucesión de chiringuitos bien cuidados y hamacas encajonadas (la más cotizada es la playa del Carlton), jalonados por dos o tres pontones que se adentran en las poco apetecibles aguas (limpias, pero un tanto turbias). A estas alturas ya nos habremos dado cuenta que a Cannes no se viene a bañarse en la playa. Entre otras cosas, porque, a pesar de su gran bahía, apenas hay playa, propiamente dicha, en la que bañarse.
Lo que sí hay es muchos sitios en los que comer. En el puerto recomendamos Gaston et Gastounette. Muy buena es la comida de Le Caveau, justo detrás del parque que está frente al puerto, aunque no tiene vista al mar.
En la Croisette teníamos una terraza con extraordinarias vistas que poca gente conocía. Se trataba de la terraza del restaurante La Scala, en la primera planta del que fuera hotel Noga Hilton (ahora JW Marriott). El restaurante ha cambiado de nombre y tipo de cocina, pero mantiene lo mejor, que es su terraza. Adentrarse en este hotel requiere unas buenas dosis de serenidad, porque es tan horroroso que sería el último en el que se nos ocurriría entrar, pero la vista es la mejor de La Croisette.
Otros sitios aconsejables (porque son tradicionales, no por los abusivos precios) son la terraza Le Festival para desayunar (en cuanto te descuidas ya no hay desayunos y te quieren dar de comer), junto al Carlton, y la del bar del propio Carlton, para tomar un té por la tarde. La Palme d'Or, en el hotel Martinez, es un excelente restaurante para cenar en el centro de Cannes, siempre que nuestro corazón sea lo suficientemente fuerte como para soportar la impresión que nos causará la factura, claro está.

Islas de Lérins
Frente a Cannes están las islas de Lérins, de las que la más bonita es la de San Honorato
Aunque las estamos viendo, no nos damos cuenta de que son islas, porque parecen continuación de la costa por la parte de la Punta de La Croisette. Cada hora salen barcos del puerto (veinte minutos de viaje) hacia las islas, uno de cuyos principales atractivos, el mejor restaurante del mundo para comer langosta (Chez Frédéric), ha desparecido hace unos años, terminada la concesión que tenía de los monjes propietarios de la isla. Ahora existe en su lugar un agradable restaurante llamado La Tonnelle. Y siempre quedan los tranquilos campos de lavanda, la pequeña abadía cisterciense y la fortaleza sobre el mar en la que estuvo encarcelado once años el misterioso hombre de la máscara de hierro. Sus aguas son limpias y transparentes, así que merece la pena encontrar tiempo para visitarlas...


Tampoco hay que perderse el cercano pueblo de Mougins. Volviendo por el bulevar Carnot, pasamos sobre la autopista por el mismo punto donde la dejamos para bajar a Cannes y bordeamos la rotonda para tomar dirección a este pequeño y pintoresco pueblo.

Village de Mougins
Mougins es una villa de artistas (aquí vivió Picasso) y restaurantes. El más famoso es el Moulin de Mougins (entre Mougins y Le Cannet), que fue uno de los mejores del mundo durante el reinado en sus fogones del legendario Roger Vergé. Hoy sigue siendo bueno, pero no es lo mismo sin el gran Roger. Más cerca del pueblo tenemos La Ferme de Mougins, con un bonito jardín (que se llena de mosquitos al caer la tarde) y precios razonables. Arriba, en lo que llaman el village, tenemos muchos otros, muy agradables todos, como Les Muscadins o L'Amandier.
Al llegar a Mougins es imprescindible dejar el coche en un gran estacionamiento al aire libre que hay justo a la entrada del village.

Hôtel du Cap-Eden-Roc
Si salimos de Cannes por la costa, en dirección a Niza y sin subir hasta la autopista, llegamos muy pronto a la que fue otra legendaria perla de la Costa Azul: Juan-les-Pins.
La que fuera (hace ya muchos años) fortaleza de la jet, es hoy un animado pueblo de vacaciones, con mucha más animación nocturna que Cannes, pero un tanto vulgarizado.
Sus veraneantes no están momificados, como en Cannes, sino que, más bien, son de ese estilo que se suele llamar "joven" y que, en realidad, quiere decir vulgar, tirando a hortera. Pero el pueblo fue un lugar privilegiado y algo de eso se sigue notando, una vez superadas las tremendas terrazas de música brasileña que "animan" el centro urbano...
Tiene un elegante y pequeño hotel, Juana, cuyo restaurante, La Terrasse, fue uno de los mejores de Francia, hoy venido a menos. Otro hotel, próximo al Juana, que a mí, por motivos personales, me gusta especialmente es el Sainte-Valérie, muy tranquilo y con un agradable jardín.
Si hemos llegado hasta aquí, debemos seguir por la costa, bordeando el cabo, con sus magníficas vistas y pasando junto al muy exclusivo Hôtel du Cap-Eden-Roc, que supera en lujo y, desde luego, en privacidad y discreción a todos los hoteles de Cannes.
Al otro lado del cabo está Antibes, vieja y amurallada ciudad fundada por los griegos, que alberga un interesante Museo Picasso. La Vieja Villa de Antibes es un lugar muy diferente a lo que se puede ver en lo que queda de costa hasta Niza (que, por cierto, más vale no verlo).

La Colombe d'Or
Otros pueblo bonitos de la zona son Grasse, la ciudad de los perfumes, Cagnes-sur-Mer (a la izquierda de la autopista, camino de Niza), Vence y, sobre todo, Saint Paul de Vence. Este último (también llamado Saint Paul, a secas) está a unos cinco kilómetros de Vence y justifica no solo la visita, sino, también, la cena en un restaurante memorable: La Colombe d'Or. Su jardín provenzal (o, tal vez, romano) es único y el lugar bien pudiera haber sido un museo. Sería una verdadera lástima no tener la oportunidad de cenar allí una noche, tras haber dado un paseo por las empinadas calles de Saint Paul. Para cenar en La Colombe d'Or es imprescindible reservar (y pedir una mesa en la terraza), sentarse a la mesa antes de que anochezca y visitar el interior (también es un hotel), incluida la piscina. Eso sí, la bajada en coche hasta el parking es de infarto (solo superada por la de Casa Angelina, en Praiano, de la que ya hablaremos en otro momento) y la subida a pie hasta el restaurante requiere de una forma física envidiable...

Hay mucho más en los alrededores de Niza y Cannes, pero es difícil encontrar tiempo para visitarlo todo. Y, lo más importante, la habitual recomendación de evitar el mes de agosto se hace aquí imprescindible. Junio y septiembre son, con mucho, los mejores meses.
Que lo disfrutéis.

sábado, 3 de noviembre de 2012

Manyara: el lago de la vida

El antiguo territorio de Tanganica, que hoy ocupa la parte continental del estado de Tanzania, tras su unión con la isla de Zanzibar, es, probablemente, el gran destino natural de África. Bien es cierto que Suráfrica es espectacular y lo tiene casi todo, pero está demasiado europeizada como para disputarle a Tanzania el privilegio de ser la mejor representante de la naturaleza africana en su estado original. Y si hay que reconocer que Botswana y Namibia no están a la zaga de la antigua colonia alemana del África Oriental en cuanto a la virginidad de muchos de sus espacios naturales, es en Tanzania donde nos encontramos con esa África que todos tenemos bien definida en algún lugar de nuestra mente.

En lo que no hay duda es en que su mucho más conocida vecina del norte, Kenya, no puede resistir la comparación con la vieja Tanganica. Es probable que antes de que británicos y alemanes colonizasen, respectivamente, una y otra parte de lo que, sin duda, es una misma región geográfica, las dos fuesen muy parecidas; pero para  el viajero de hoy, una visita a Kenya es un recorrido turístico, mientras que un viaje por Tanzania es una experiencia mucho más valiosa, si lo que queremos es introducirnos en la auténtica realidad del África intemporal.

La parte continental de Tanzania es, sobre todo, conocida por sus tres grandes maravillas naturales: el Kilimanjaro, el Serengeti y el cráter del Ngorongoro. Las tres son, sin lugar a dudas, impresionantes y únicas en el mundo. A mí, personalmente, me producen siempre el mismo efecto extraordinario que me causaron la primera vez que las vi, aunque no puedo evitar un escalofrío de temor cuando pienso que lo que la naturaleza creó con millones de años de esfuerzo, el hombre puede destruirlo en unos pocos, con el simple uso indiscriminado de una de las más terroríficas armas de destrucción masiva que se han inventado: el turismo.

Pues bien, además de sus tres colosales atractivos continentales, Tanzania tiene otros muchos que, siendo menos conocidos, no dejan de ser excepcionales. Entre estos últimos, mi favorito es el lago Manyara.

Lago Manyara
El Parque Nacional del Lago Manyara es una de las joyas naturales más singulares del país. Está, más o menos, a mitad de camino entre Arusha (la capital turística del país) y el cráter del Ngorongoro y, aunque tiene una pequeña pista de aterrizaje para avionetas, la mayor parte de sus visitantes son meros transeúntes que hacen el recorrido por carretera entre esos dos puntos. Esta circunstancia obliga a que muchos de los turistas que pasan por el lago Manyara se limiten a una breve visita de la parte del parque más próxima a su entrada, lo que les deja una impresión completamente equivocada de su grandeza y espectacularidad. Los que tienen algo más de suerte, pasan una noche en uno de los dos lodges que dominan el lago desde lo alto del acantilado que lo bordea. Eso permite unas vistas excepcionales y un paseo, un poco más largo que el de los precipitados y agotados transeúntes, a la mañana siguiente, antes de continuar en su imprescindible viaje hacia el Ngorongoro.

Lake Manyara Tree Lodge
Pero los únicos que pueden vivir el lago Manyara en toda su inagotable intensidad son aquellos afortunados que pasan dos o tres noches en el único lodge que hay dentro del parque, justo al final del largo camino que, bordeando el lago, separa la entrada del Lake Manyara Tree Lodge. Quienes allí se hospeden, vivirán una de las experiencias más apasionantes de su vida: diez asombrosas habitaciones, literalmente colgadas de árboles de caoba, perdidas en mitad de la selva. El lodge es fantástico: naturaleza en estado puro, sin luz eléctrica por las noches, oyendo como los animales nocturnos caminan por los tejados de brezo sobre nuestras cabezas y sintiendo toda la fuerza de África en su estado más primitivo. Las cenas en el boma, los desayunos cuando apenas está clareando el día o un baño en la rústica piscina, a la vuelta del safari, no serán fáciles de olvidar, por muchos años que pasemos, a nuestra vuelta a casa, rodeados de asfalto, cemento y ladrillos.

Boma
El lago Manyara se extiende a lo largo de la parte de la falla del Great Rift Valley que lo bordea. Es un terreno largo y estrecho, con dos grandes fronteras naturales contrapuestas que lo hacen único: a uno de sus lados, las escarpadas y casi verticales laderas de la falla y, al otro, el inmenso lago, tranquilo y blanco cuando sus aguas bajan en la temporada seca, aunque casi siempre manchado de grandes superficies rosas, dibujadas por los millares de flamencos que habitan sus orillas.
El escenario es sobrecogedor: rocas cortadas a pico, vegetación exuberante, el infinito espejo de las inmóviles aguas del lago...

León trepador de Manyara
Casi toda la fauna africana está presente en el parque, pero lo más destacado de ella son los raros leones trepadores, una especie autóctona y sorprendente que acostumbra a descansar sobre las ramas de los árboles, haciendo gala de un estilo más propio de leopardos que de leones.
Y por si todo esto fuera poco, el parque es el paraíso de las aves. Exagerando muy poco, podría decirse que no hay ni una sola especie (se han contado hasta 387) de las muchas existentes en el África Oriental que no pueda verse a orillas del Manyara.

No lejos del borde del lago, bien indicados por unas calaveras de búfalo, se encuentran unos manantiales termales que empapan con sus cálidas aguas la llanura que se extiende entre las rocas y la franja de arena blanca que bordea el lago, creando un hábitat muy especial para las aves acuáticas, los reptiles y mamíferos de todos los tamaños.
Los elefantes son muy abundantes, como también lo son búfalos, hipopótamos, jirafas, facóqueros, babuinos...
Entre los antílopes nos llaman la atención los pequeños klipspringers, siempre dominando orgullosamente alguna roca de la que parecen propietarios exclusivos.

Ningún amante de la naturaleza quedará defraudado de esta visita, antes bien, su recuerdo se quedará grabado en su espíritu para siempre, pero seguid mi consejo: quien tenga la oportunidad de visitar el Parque Nacional del Lago Manyara, que no deje de hacerlo con el tiempo necesario para conocerlo en profundidad, porque si se limita a un breve paseo motorizado, como sugieren muchos de los itinerarios turísticos, se habrá perdido una de las grandes maravillas de la naturaleza africana... el lago de la vida.