domingo, 26 de mayo de 2013

Granada
















Granada duerme cautiva
de un sueño lejano y muerto,
que brota como una fuente
en la noche de un recuerdo
tan liviano como eterno.

Cristal que flota en el tiempo
y en sus murallas refleja
el resplandor, aún candente,
de una luna que se aleja
entre sollozos y quejas.

Yo ese sueño lo he soñado
en una tarde robada
a los jardines del miedo,
mientras mis ojos hablaban
y su corazón callaba...

Luego el dolor se hizo viento
y siete estrellas cantaban
acariciando promesas
que el cielo me regalaba
y la mañana borraba.

Sueña Granada que duerme,
desbordada de belleza...
y se olvida que en sus sueños
las esperanzas son penas
y el Darro ya no la besa.

miércoles, 22 de mayo de 2013

Comer en Nueva York (II)

Tras una nueva (y reciente) visita a Nueva York, es obligado continuar con la relación de algunos de mis restaurantes favoritos en la ciudad. En un par de los que voy a mencionar en este artículo he comido ahora por primera vez, mientras que otros (en algunos de los cuales también he estado en esta ocasión) pertenecen a mi vieja lista de favoritos.

Que nadie olvide, como ya advertí en Comer en Nueva York I, que no pretendo hacer una guía de excelencia culinaria neoyorquina, sino destacar unos cuantos sitios que me gustan especialmente, por un motivo u otro. Lo que sí aseguro es que todos ellos merecen la pena.


Si el gigante Gargantúa y su hijo Pantagruel hubiesen escogido un restaurante para comer en Nueva York, no tengo la menor duda de que su elección habría recaído en Carmine's.

Carmine's Times Square

Aquí las raciones son descomunales. Con una pueden comer, sin quedarse con hambre, cuatro personas y, aún así es difícil dar cuenta de ellas.

El primero de los locales de Carmine's abrió sus puertas al público en 1990 en el Upper West Side de Manhattan, pero yo siempre voy al que, dos años más tarde, Artie Cutler (el creador de Carmine's) inauguró junto a Times Square. Su gran salón, siempre repleto de comensales, es ideal para comer o cenar a cualquier hora (está abierto, ininterrumpidamente, hasta la medianoche), incluyendo, desde luego, antes o después de un espectáculo de Broadway.
El extraordinario concepto desarrollado por Cutler es el de un restaurante familiar italo-americano, perfecto para comidas en grupo, familias y hambrientos en general.
Carmine's es un lugar distendido, ruidoso y con excelente y amigable servicio (algo habitual en Nueva York). La comida es buena y, como ya hemos dicho más que abundante. Todo el menú es recomendable, aunque su plato estrella por excelencia son sus célebres spaghetti with meatballs.
Toda una experiencia que siempre apetece repetir.



Abrió en 1981 como una pequeña tienda de mermeladas en Amsterdam Avenue, en la que, también, se vendían excelentes productos artesanos de repostería y panadería. Pronto fue un gran éxito y su fundadora, Sarabeth Levine, abrió su primer restaurante dos años más tarde. Hoy tiene cinco en Manhattan, uno en Key West y otro en Tokyo. Aparte, claro está, de su famosa fábrica de mermeladas, cuya fórmula original de naranja y albaricoque sigue siendo un clásico mundial.

Sarabeth's Amsterdam Ave.
Todos ellos son dignos de ser visitados, tanto a la hora de la comida, como a la del desayuno, para disfrutar de un magnífico brunch o como salón de té.
Mi favorito, por su muy privilegiada situación, es el de Central Park South, junto al Hemsley Park Lane Hotel y a unos pocos pasos del legendario Plaza.
Sarabeth's tiene otros locales en Nueva York, como el Sarabeth's Bakery en Chelsea Market o su restaurante y café en los elegantes almacenes Lord & Taylor.
La gran virtud de Sarabeth es la excelente calidad de todo lo que allí se sirve. El ambiente el clásico y sobriamente elegante, muy al gusto de la ciudad. Y, por supuesto, el servicio es excelente. La clientela es local y muy fiel, por lo que en las horas de mayor afluencia (por ejemplo, la del bruch) no es raro tener que esperar para conseguir una mesa.
Si tienes la suerte de estar alojado en un hotel próximo, siempre es una excelente opción para un buen y reconfortante desayuno, previo a la agotadora aventura de un día en Nueva York.



Situado bajo la base del Puente de Brooklyn, en lo que fue una zona semiabandonada, próxima a los muelles, es, probablemente, el restaurante con mejores vistas de Manhattan.
Durante años ha sido considerado uno de los más destacados restaurantes de Nueva York, galardonado por la calidad de su comida en múltiples ocasiones y, en todo momento, muy de moda por su estilo y ubicación. Ellos mismos definen su local como un lugar situado debajo de un puente, sobre un río... y dentro de un sueño.
Y si de día, es un sitio memorable, por la noche es cuando alcanza su tercera dimensión, la del sueño. Desde la entrada nos envuelve una singular y misteriosa atmósfera de luces, que da paso a un comedor principal desde cuyas mesas se disfruta de la más extraordinaria panorámica de los edificios iluminados del bajo Manhattan que uno pueda imaginar.
El ambiente es formal y se exige un vestuario adecuado (lo que, al final, se agradece ya que evita esas poco agradables sorpresas que, por desgracia, cada vez son más frecuentes en nuestros días). Por supuesto, los precios están acordes con lo que nos imaginamos en un restaurante tan especial, pero una cena en The River Café no se olvida con facilidad y puede ser el broche a una gran visita a Nueva York.

The River Café
Los expertos gourmets (de los que nunca me he fiado mucho) dicen que ya no es lo que fue, pero a mí me sigue gustando como el primer día que lo conocí.

En cualquier caso, hay que recordar que, como en casi toda la zona costera de la ciudad, el huracán Sandy causó serios daños en el restaurante el 29 de octubre de 2012, de los que aún se está reponiendo, por lo que es imprescindible consultar su web antes de decidirse a visitarlo.

Una alternativa (mucho más económica) que nos permitirá disfrutar de sus vistas es tomar un aperitivo en su pequeña y resguardada terraza exterior para, a continuación, vivir una experiencia, radicalmente opuesta, en la vecina y genial pizzería de la que vamos a hablar ahora.



No es fácil encontrar una pizzería como Grimaldi's. Ni siquiera la veterana (y muy buena) Lombardi's llega a parecerse a este popularísimo lugar, cuyo horno de carbón produce las que hoy están consideradas como las mejores pizzas de la ciudad de Nueva York.

Grimaldi's pizza
Para comer en Grimaldi's neoyorquinos y turistas vienen desde todas partes, bien dispuestos a hacer cola en la calle el tiempo que sea necesario. Las normas de la casa no dejan lugar a dudas: "No credit cards. No reservations. No slices. No delivery".
Resulta curioso observar como han florecido los restaurantes de todo tipo a su alrededor (todos vacíos) mientras la gente espera, con paciencia, su turno para entrar en el asombroso, pequeño y concurrido local de Grimaldi's.
Una vez superada la cola y adaptada la mente al permanente tumulto interno, recibiremos el premio de una pizza crujiente y sabrosa, cuya base de mozzarella fresca y tomate natural se complementa con cuantos ingredientes (todos buenos y apetecibles) queramos añadir, por un módico precio.
Para la vuelta a Manhattan, tras habernos quedado un rato merodeando por el muelle próximo, adyacente a The River Café y en el que hay un extraordinario local de helados que pueden ser el complemento ideal de la suculenta pizza, es muy recomendable coger el East River Ferry que, por cuatro dólares, nos acercará a nuestro lugar de origen, en un breve y panorámico viaje por el río que separa ambos barrios de Nueva York (Manhattan y Brooklyn).



En el corazón del Meatpacking District, el penúltimo enclave cool de la ciudad, encontramos el Chelsea Market, uno de los centros comerciales más modernos de Manhattan. Tiendas, restaurantes y cafés muy atractivos, tanto por su diseño como por lo que en ellos se ofrece, ocupan un viejo (y muy bien renovado) edificio que resume, entre sus muros de ladrillo, la esencia y el espíritu de este recuperado barrio, tan del gusto de la gente joven que lo visita.
Pues bien, anexo al Chelsea Market y considerado uno de sus restaurantes, pese a tener una entrada independiente, está uno de los locales más impresionantes de Nueva York: Buddakan.
Este gran templo de la comida asiática moderna destaca, sobre todo, por su exquisita decoración y por haber sido escenario de episodios de algunas de las series más populares de la televisión americana, como Sex and the City.
El bar de la entrada es un animado centro de reunión y espera, que ya nos prepara para el gran salón central, en el que el sofisticado ambiente adquiere su máximo nivel de espectacularidad, gracias, entre otros motivos, a sus enormes dimensiones y altísimo techo.

Buddakan

La comida es buena, pero lo mejor son sus postres, cuya fama seduce a propios y extraños, entre los que no faltan los seguidores de la serie que protagonizó, con tanto éxito, Sarah Jessica Parker.

Buddakan, que nos recuerda al Buddha Bar de París, pero con más estilo y modernidad, es el cierre perfecto de un día dedicado a explorar los múltiples y cambiantes rincones del interesante Meatpacking District, la hasta hace poco desolada zona en la que se encontraban muchos de los almacenes de carne de la gran ciudad.



Uno de los grandes clásicos del midtown.
Situado en el interior de la fantástica Grand Central Terminal, cuya visita es obligada para quien no la conozca, el Oyster Bar se abrió al público nada menos que en 1913. Desde entonces, con una breve interrupción en los años setenta, sus impresionantes salones subterráneos han sido una de las más destacadas referencias como punto de encuentro para ciudadanos y transeúntes. Sus grandes bóvedas y sus tradicionales manteles de cuadros han sido testigos de gran parte de la vida de una ciudad en constante movimiento, que tuvo como centro neurálgico de sus comunicaciones, durante mucho tiempo, a esta mítica terminal, verdadera maravilla de la arquitectura y la ingeniería de la época.

Oyster Bar

Es cierto que fue perdiendo, paulatinamente, su enorme gancho popular y que desafortunadas actuaciones en sus brillantes elementos decorativos hicieron que el restaurante se fuera desdibujando dentro de un panorama general urbano de creciente y muy variada oferta gastronómica. Sin embargo, desde que Jeromy Brody se hizo cargo del local, el Oyster Bar ha ido recuperando su antiguo esplendor.

Hoy, restablecida su personal imagen original, es un restaurante que va mucho más allá de lo que pueda sugerir su nombre, aunque bien es cierto que las especialidades marinas y, desde luego, las ostras siguen teniendo un papel destacado en el menú.
A mí me gusta mucho el Oyster Bar, incluso su barra, en la que se sirven originales y excelentes sandwiches de inspiración marinera para quienes buscan algo más rápido, aunque siempre interesante y diferente.
Un salto atrás en el tiempo, en busca de la ciudad que fue Nueva York antes de que los grandes rascacielos conformasen la imagen que hoy todos tenemos de ella.



Restaurante, tienda, salón de té... y, sobre todo, el santuario de los helados. Helados enormes, desmesurados, llamativos y, por supuesto, únicos. Entre ellos destaca su famosísimo Frrrozen Hot Chocolate.
Muy cerca de los almacenes Bloomingdale's, Serendipity 3 parece, por fuera, una pequeña tienda. Al traspasar la puerta, la impresión parece confirmarse, ya que un sin fin de objetos de clara vocación kitsch parecen salir de sus estanterías, ofreciéndose al visitante, quien no puede evitar observar las lámparas Tiffany que se han convertido en una de las señas de identidad del local o el gran reloj que parece ser el verdadero soporte de la pared. Pero también es un restaurante (nada barato, por cierto) y, como ya hemos dicho, el destino ideal para quienes buscan el supermegahelado (en especial, de chocolate).

Serendipity 3

Stephen Bruce ha hecho de su original establecimiento un lugar muy llamativo, que ha despertado el interés de políticos, artistas y cineastas (varias películas cuentan con escenas rodadas aquí). Dicen que Marilyn lo frecuentaba con asiduidad. Lo mismo aseguran de Andy Warhol y de muchos otros famosos que se han sentado (y lo siguen haciendo) a la mesa en este local, bajo el vidrio multicolor de sus lámparas.

Serendipity significa algo así como "casualidad feliz". Es un nombre afortunado (valga la redundancia) para un sitio tan original y diferente. Otra de las casi infinitas sorpresas que nos ofrece, constantemente, la interminable ciudad de Nueva York, a la que, por muchas veces que la visitemos, nunca agotará su capacidad de ofrecernos una nueva experiencia...


Y hasta aquí la segunda entrega de este paseo por mis restaurantes favoritos de Nueva York, esa nueva Megalópolis, tan lejana de la que surgió en la antigua Arcadia, pero de la que, como de aquella, nadie regresa indiferente.

martes, 14 de mayo de 2013

Ibiza

















Puede que sea blanca,
pero es más azul, más verde y de tierra.
Azul como el mar, como los recuerdos
que vuelan al viento, detrás de los sueños.
Verde de algarrobos, de campos y pinos,
verde de tus ojos, de cientos de olivos.
Tierra de tu carne, tierra de caminos,
que marcan la senda del amor furtivo,
siguiendo la huella que borró el olvido.

Y tú estás allí, detrás del silencio,
detrás de la tarde, detrás de un suspiro.

Puede que sea blanca,
pero es más azul, más verde y de tierra,
como las estelas del mar sobre el tiempo,
como las colinas, como las higueras...
como la sombra de un beso en el viento.

lunes, 6 de mayo de 2013

Paris n'existe pas

La Avenue Montaigne engañó al mundo aquel día de primavera. Hasta el viejo Verne tuvo que hacer un esfuerzo de imaginación para preparar un menú digno del Capitán Nemo... o quién sabe si del mismísimo Phileas Fogg.
Todo era atrezzo. Desde la maleta negra que acompañaba a la bolsa de Louis Vuitton hasta la sonrisa desde el balcón del sexto piso. La Torre Eiffel que asomaba al fondo era, como en tantas películas de Hollywood, una imagen trucada para que el inocente espectador de la farsa se creyera que estaba en París.

Esta versión inédita de El Show de Truman llevaba ya unos años en marcha. La audiencia seguía subiendo y el inocente protagonista posaba con su chaqueta azul y su estúpido gesto, apoyado en la barandilla, mientras la realizadora del programa más longevo de la historia disfrutaba de la escena, con su flequillo y su falsa melena pelirroja acariciados por el suave viento que soplaba desde el Sena.
El frío lejano de una noche de noviembre, con el Palais Garnier iluminado sobre la soledad, era solo un fantasma situado a tres años de distancia. El Normandie y el silencioso Louvre eran dos testigos sordos de la grotesca pantomima. Nunca existió París. Solo fue un gran decorado. Uno más.

Nadie sueña tanto como el que no duerme. Es un viejo proverbio chino. Pero no dormirse es difícil. Sobre todo, cuando la vida parece que es de verdad.
Y ¿cómo distinguir los sueños de la realidad? Ni siquiera Calderón lo sabía a ciencia cierta. Hasta nos llegó a sugerir que todo es sueño. Sin embargo, tiene que haber algún método para saberlo. Hay quien propone la prueba del algodón como sistema eficaz para salir de dudas. Claro que es una prueba que, como la del nueve, no es definitiva. Hay algodones que sí engañan. Algodones suaves, blancos por fuera, pero que, al pasarlos por los azulejos de los años, se vuelven negros. Y no porque los azulejos estén sucios, no, sino porque llevan una sombra oscura en su interior que aflora con el roce de una simple caricia... de un beso. Son flores negras que vuelan con alas blancas. Las hay por todas partes: en París, en Londres, en Venecia... hasta en la Alhambra.

Cuentan que Ulises se encontró con ellas en uno de sus viajes. Al contrario que Penélope, nunca destejían. Su manto era cada vez más grande y más profundo. Blanco por fuera y negro por dentro. El que se deja envolver por él no tiene salida.
Pero esto no es relevante para esta historia de turistas y piratas. Estamos hablando de cine, de televisión, de publicidad... de todos esos sueños que parecen una cosa y son otra. Si, por casualidad, algún lector de este relato imaginario, de esta fantasía irreal trabaja o ha trabajado en una productora, sabe a lo que me refiero. Da igual que el rodaje haya sido en Los Ángeles, en Ciudad del Cabo o en Buenos Aires. Siempre hay una primavera luminosa en París, con una Torre Eiffel al fondo, en la que cabe todo. Todo, menos la verdad.

Y es que, ya se sabe: nadie sueña tanto como el que no duerme. O como el que duerme cuando debería haber estado despierto.