martes, 29 de octubre de 2013

El Cabo

Entre todos los cabos del mundo, solo hay uno que lo sea por antonomasia. Uno que, además, convierte su nombre común en propio para bautizar a una de las más espectaculares ciudades de África y, tal vez, de todo el planeta.

Cabo de Buena Esperanza
Es evidente que me estoy refiriendo al Cabo de Buena Esperanza, que, casi en el vértice más meridional del continente africano, es, tanto por su privilegiada posición como por su naturaleza, uno de esos grandes destinos con los que puede soñar un viajero.

Cuando Bartolomé Díaz lo avistó, por primera vez para los ojos europeos, en los lejanos tiempos en que América todavía no existía para el viejo continente, lo bautizó como Cabo de las Tormentas, nombre que, desde luego, parece más apropiado para el Cabo de Hornos que para este accidente geográfico, cuyas aguas próximas y su meteorología son bastante menos agitadas que las de su lejano pariente americano.
Mucho más razonable es su posterior (y actual) denominación, que indica la gran esperanza que para los navegantes europeos significaba el nuevo camino hacia las Indias, descubierto por los intrépidos exploradores portugueses.

Ciudad del Cabo y Table Mountain
La gran ciudad que nació no muy lejos de allí en 1652, al pie de la Table Mountain, es uno de los enclaves urbanos más espectaculares del mundo.
Está en África, pero también nos lo creeríamos si nos dijeran que está, por ejemplo, en California, de no ser por el inequívoco ambiente que se respira en las calles de sus barrios más antiguos.


Llegaremos a Ciudad del Cabo, tras una imprescindible escala en Johannesburgo (que recomendamos sea lo más breve posible), y pronto nos veremos invadidos de un sentimiento de admiración por la grandiosidad de la naturaleza que nos rodea.
Tanto en el centro como en toda la zona que rodea la gran bahía, hay múltiples hoteles, muchos de ellos verdaderamente lujosos. Puede que el más famoso sea el histórico Mount Nelson, pero los hay para todos los gustos y presupuestos, aunque debemos dejar claro que no estamos hablando de una ciudad famosa por sus establecimientos hoteleros baratos. Para mi gusto, la mejor y más completa lista es la que ofrece Condé Nast Traveller.
El centro neurálgico para la mayoría de los visitantes es el Victoria & Albert Waterfront, probablemente el lugar más visitado de la ciudad, tanto por su privilegiada situación como por las múltiples actividades y oferta de servicios y entretenimiento que engloba.

Teleférico de Table Mountain
Varios de los hoteles más lujosos  de Ciudad del Cabo se encuentran en el Victoria & Albert Waterfront, así como un gran número de restaurantes y cafés, de todos los estilos que podamos imaginar.

Allí está el Two Oceans Aquarium y de sus muelles parten la mayoría de las embarcaciones para navegar por la bahía, incluyendo el transbordador que nos lleva a Robben Island (la isla en la que Nelson Mandela estuvo preso durante dieciocho de sus veintisiete años de cautiverio). Otra de las grandes atracciones de la visita a Ciudad del Cabo es la subida en teleférico a Table Mountain, para divisar desde su cima un panorama inmenso y extraordinario. Algo que, eso sí, solo puede disfrutarse si esas pesadas nubes que suelen enredarse en la parte superior de la montaña, lo permiten.

El gran tiburón blanco
Mención especial hay que hacer a una actividad que está tomando gran auge entre los turistas en los últimos años: ver de cerca (dentro de una jaula introducida en el océano) el gran tiburón blanco. Una diversión, a base de fuertes emociones, que dicen es segura, pero que a mí me consta que no lo es del todo, ya que no sería la primera vez que los barrotes ceden ante el ataque violento de un tiburón de gran tamaño.

Volviendo a la costa, y reconociendo las virtudes de alojarse en el centro de Ciudad del Cabo, debo confesar que yo prefiero la vecina playa de Camps Bay.
A pocos kilómetros del centro, Camps Bay nos descubre una belleza natural de gran personalidad, que se ve ampliada por la tranquilidad de su entorno (excepto en pleno verano, claro).

Camps Bay
La playa principal, de arena blanca, es excelente, como también lo son las pequeñas calas próximas, separadas entre sí por grandes rocas redondeadas, formando un conjunto especialmente llamativo, a lo que ayuda, considerablemente, el hecho de estar rodeado de construcciones de poca altura y cuidado diseño.
Las palmeras que enmarcan la playa contribuyen a completar un ambiente relajado que en absoluto parece cercano a la gran ciudad y que (siempre que no nos metamos en sus frías aguas) nos vuelve a recordar a las playas de California o de Florida, de no ser porque el escenario adquiere una espectacular dimensión gracias a los Doce Apóstoles, la impresionante cadena montañosa que protege su retaguardia.

Lion's Head
La vista se completa con la puntiaguda montaña que se conoce como Lion's Head, situada entre la vecina playa de Clifton y el centro de Ciudad del Cabo.

The Bay Hotel, con su bonito y blanco edificio de estilo colonial, situado a unos pocos pasos de la playa, es mi hotel favorito.
El muy cercano restaurante Blues, con su animado bar y su excelente comida, es la mejor alternativa local para una cena frente al océano.

Boulder's Beach
Camps Bay es, asimismo, el punto de partida ideal para visitar el Cabo de Buena Esperanza y Cape Point. O para comer en Bertha's, que es el mejor restaurante de Simon's Town, tras haber visitado a los simpáticos y algo malolientes pingüinos de la muy cercana Boulder's Beach y observado, con un poco de suerte, alguna que otra ballena en False Bay.
Una excursión más que imprescindible para quienes visiten Ciudad del Cabo.

A la vuelta, se hace necesaria una parada nocturna frente al peñón y las lejanas luces de Hout Bay, rodeados por esas pequeñas estrellas voladoras que son las luciérnagas, frecuentes de ver en las noches templadas de la península.
Y, para los amantes del vino, un recorrido por los cercanos y afamados viñedos, donde, aparte de probar los excelentes caldos de El Cabo, se puede disfrutar de una excelente gastronomía, una buena oferta hotelera y muy bonitos paisajes.

Hout Bay
Y si no hemos conseguido avistar al Holandés Errante tratando de doblar el Cabo de Buena Esperanza, no pasa nada: la belleza del paisaje y el interés del recorrido por la península nos habrán compensado con creces el pequeño viaje desde Ciudad del Cabo para conocer uno de los puntos geográficos más importantes del mundo.



Luego, ya de regreso en Kaapstad (su nombre en afrikáans), volveremos a disfrutar de la que es considerada por muchos (y con muy buenas razones para ello) una de las ciudades más bellas de nuestro tiempo.

sábado, 19 de octubre de 2013

Los jueves, milagro

El gran Berlanga la bautizó como Fontecilla. Una localidad imaginaria, en la que un grupo de sus ciudadanos principales se unen para intentar revitalizar el pueblo y su olvidado y decadente balneario, mediante la invención de un milagro recurrente, tan paupérrimo como las buenas gentes dispuestas a creer en él.
El castillo de Alhama
La primera parte de la película es genial y de ella solo me sobra la innecesaria estatua de atrezo que colocaron en mitad de la plaza.
Aunque hay mucho escrito sobre Luis García Berlanga, y sobre esta película en particular, no me consta cómo surgió en la mente del gran director español la idea del pueblo con balneario, pero yo tengo una teoría particular, de la que me resultará siempre muy difícil renegar.

La mayor parte del rodaje se hizo en Alhama de Aragón y en la vecina aldea de Bubierca, esto es bien conocido por todos los aficionados al cine. Lo que no lo es tanto es el extraordinario parecido real entre Fontecilla y Alhama.
Mi madre iba a Alhama todos los años y yo he conocido bien, desde muy pequeño, aquellos lejanos tiempos en los que el pueblo aragonés también esperaba un milagro.
Casi todo lo que aparece en la película es real (menos la dichosa estatua de la plaza). Hasta el nombre de algunos comercios y personajes se han tomado de la auténtica ciudad termal, como el de Antonio Guajardo.

Yo no soy neutral con Alhama. Lo reconozco. Estoy tan vinculado emocionalmente a ella que no puedo ser imparcial al juzgarla. Pero no seré yo quien descubra unas virtudes que ya enaltecieron los romanos, que parece que fueron los primeros en disfrutar de los baños termales de unas aguas que ellos denominaron Aquae Bilbilitanorum. Unos cuantos siglos después, los árabes la llamaron (como no podía ser de otra forma) Alhama, que significa fuente termal, y la fortificaron para defender un paso que fue estratégico entre Castilla y Aragón.

Alhama de Aragón
El pueblo se esconde entre las rocas calcáreas que caracterizan su orografía singular, en la que destaca el desfiladero abierto por el río Jalón en su accidentado curso hacia el Ebro.
La vieja vía del ferrocarril atraviesa los montes de Alhama como un taladro elevado que divide en dos el núcleo urbano, buscando las vegas bajas que se extienden hacia el oeste del parque y el lago termal, como tan bien describe la primera y bellísima escena de la película de Berlanga.
En oposición al camino de hierro del tren, la antigua carretera transcurría por el pueblo pegada al río hasta el puente que lo cruza, para abandonarlo, a partir de ese punto, y acercarse al ensanche del pueblo, camino de la casa de José María Gasca. Con el tiempo, llegó un túnel paralelo al de la vía férrea y una carretera recta, que hoy apenas se usa para algo más que el tráfico de cercanías, relegada la nueva carretera nacional por la eficacia de la autopista actual, que evita el paso por Alhama.

Quede claro que, hoy, Alhama de Aragón es un pueblo mucho más moderno que el que yo describo o que la inventada Fuentecilla de Berlanga, y como acérrimo defensor que soy de sus tierras y sus gentes, espero que sus nobles ciudadanos actuales perdonen mi romántico y cariñoso recuerdo.

El lago termal, al caer la tarde
Y es que, a mí, de Alhama me gusta todo, empezando por sus montes, cuyas cimas esconden dos viejas cartas secretas. Me entusiasman, ¡cómo no!, su gran parque y su lago termal; el casino, con su maravillosa terraza en la que tantas veces mi madre tomaba café por las tardes escuchando la música de su orquesta, mientras yo jugaba en la zona del parque más próxima a la gran escalera de piedra, custodiada por sus cuatro estatuas; su torre medieval, dominando el desfiladero y el río...
También me gustaban el pequeño cine, anexo al casino; la tienda de recuerdos de López Galindo; la fábrica y almacén de Antonio Oñate; el salón de té Río, sobre el Jalón y junto al puente, con su confitería en la que se vendían deliciosas barras de guirlache y adoquines (caramelos gigantes) casi incomestibles; sus fiestas de San Roque y sus comparsas de gigantes y cabezudos...

Iglesia parroquial
La iglesia parroquial de Alhama es muy bonita, de estilo barroco con muchas reminiscencias mudéjares. Entre la plaza y el río, casi no deja sitio a la vieja carretera, por la que tantas veces sigo pasando, en dirección al pretérito. De ella fue fingido cura-párroco un joven López Vázquez, siempre reacio a aceptar el milagro de los jueves...

Sin embargo, lo mejor son sus balnearios.
Ahora han inaugurado uno muy moderno, del que se habla bien: el Balneario Alhama de Aragón, construido sobre las antiguas Termas de San Roque, un establecimiento histórico que cuenta entre sus galerías de baños con el célebre "Baño del Moro", del siglo XI. Supongo que es muy recomendable, pero yo no lo conozco.

El Gran Casino
De los de siempre, el más famoso es Termás Pallarés, que tiene tres hoteles: el Gran Hotel Cascada, el Nuevo Hotel Termas y el Hotel Parque. Cada uno de una categoría diferente y con características propias, pero todos ellos ubicados en el gran complejo que incluye el parque y el gran lago termal, único en Europa, que es la joya del conjunto.
Las Termas Pallarés siempre fueron las más lujosas de Alhama y, sin duda, las que más fama han alcanzado desde su inauguración en la segunda mitad del siglo XIX. El casino, que también aparece en la película de Berlanga, es un elegante edificio que se abrió al público a principios del siglo XX y funcionó muchos años como tal. Hoy se utilizan sus salones para convenciones y congresos.

Pero nada de esto, siendo extraordinario, era suficiente para mí.

Guajardo en una antigua tarjeta postal
En tiempos hubo otro balneario. Estaba situado en un enorme caserón, muy cerca de las Termas Pallarés y con acceso directo desde la carretera general, a la que daban la mitad de sus habitaciones, mientras que la otra mitad tenía sus ventanas orientadas a un gran jardín triangular, limitado por el cauce del río en su lado sur.
El puente del ferrocarril atravesaba el Jalón casi a continuación del túnel que perfora el monte, justo bajo el prisma de piedra de la torre medieval que un día conquistara El Cid Campeador, cuyos muros parecían asomarse sobre el frondoso jardín.

El pabellón de baile del jardín de Guajardo
En el centro de este mismo jardín se alzaba un original salón de baile, de planta circular, que guardaba en su interior un viejo piano desafinado y las sombras de un pasado mejor.
Un solitario columpio de madera, colgado de cadenas atadas a unas larguísimas cuerdas enganchadas, a su vez, al sorprendentemente alto techo de un porche lateral era otra de las particulares atracciones de un jardín desde el que era muy fácil acceder a un río Jalón de orillas arcillosas, repletas de ranas y juncos, y aguas poco claras en las que abundaban los barbos. Estoy hablando del Balneario Guajardo.

Hoy es un fantasma olvidado, tras una rehabilitación comenzada a comienzo del presente siglo que nunca llegó a terminarse. El Guajardo (antes Balneario de Ramón Guajardo y previamente conocido como Baños de Tello) fue el más acreditado balneario de Alhama y, sin duda alguna, mi favorito. No era el más lujoso, desde luego, pero no había otro como él.
Yo me lo conocía de memoria, desde sus zonas abiertas a los clientes hasta los más recónditos rincones, inaccesibles para muchos.
Aparte del ya mencionado pabellón del jardín, mi lugar preferido eran las cocheras. En ellas, entre otros vehículos, se guardaban un viejo coche de caballos y una histórica furgoneta (que también aparece en la película). Ambos se utilizaron, sucesivamente, para trasladar a los bañistas desde la estación al hotel y viceversa. En el pequeño autobús he llegado a viajar y he de decir que, ya en aquellos lejanos tiempos, era una pieza de museo.

Sentado en mi ventana
La familia Guajardo, bien establecida, también en el comercio local, como puede apreciarse, de forma bien evidente, en "Los jueves, milagro", era amiga de mis padres. Por eso siempre tuvimos un trato especial.
Mi madre tenía siempre reservada su habitación favorita en la planta baja y con ventana a la carretera, por la que yo me escapaba más de una noche.
Aunque hay algunas razones que lo justificaban, hoy me pregunto qué tenía de bueno aquella habitación, frente a cuya ventana (y a menos de un par de metros de distancia) pasaban coches y camiones con la frecuencia propia de la Nacional II (Madrid-Barcelona, nada menos).

Pero si asombroso es lo de la ventana, más lo era el tema de la piscina.
La piscina de Guajardo era la más excepcional que he conocido en mi vida. Estaba situada en pleno campo, junto a una huerta y a unos dos kilómetros del hotel, siguiendo la carretera en dirección Madrid. Yo hacía a diario ese recorrido de ida y vuelta siendo un niño muy pequeño y la única recomendación que recibía de mi madre era que tuviese cuidado en la carretera, porque tenía mucho tráfico (!). Insisto en que era la Nacional II, sin arcén, para más señas.

En la piscina de Guajardo
La piscina era más bien grande, salvaje, de tamaño irregular, con el suelo cubierto de un verdín muy resbaladizo. Una gran escalera bajaba desde un campo de almendros hasta el agua templada que, sin duda, provenía de uno de los múltiples manantiales termales de la zona.
Una parte de la piscina estaba relativamente civilizada. Para ser exactos era donde cubría menos. Al fondo, donde casi nadie se aventuraba, los árboles y las plantas de los alrededores llegaban hasta el agua y se metían en ella.
Las ranas abundaban y en un par de ocasiones vi culebras de tamaño considerable nadando entre las plantas.
Yo, que era experto en piscinas por mi condición de socio del Canal, cuyas instalaciones frecuentaba con entusiasmo en Madrid, disfrutaba de una manera muy especial en aquella piscina singular, en cuya entrada un poco legible letrero, escrito sobre un arco de madera, rezaba. "Piscina Guajardo".

Programa de las Fiestas
Casi siempre iba solo, ya que a mis amigos del pueblo no les estaba permitido utilizar tan exclusiva instalación, aunque, en algunas contadas ocasiones estuve acompañado. Emprendía, feliz, el camino de vuelta a las dos menos cuarto y cuando llegaba al mojón que marcaba el kilómetro 204, sabía que me quedaban cinco minutos para llegar al enorme comedor del Guajardo, en el primer piso, donde me esperaba una comida que siempre me gustaba. Judías blancas estofadas, con mucha frecuencia.

He perdido la cuenta de los años que fui a Alhama... o a Fontecilla, que ya las confundo con el paso del tiempo, pero los fundamentales fueron 1964 y 1965, en especial, este último. Los indios y americanos en el jardín, las carreras ciclistas en el borde de la valla del río, las poco eficaces trampas para cazar palomas, las muchas ranas capturadas a mano en la ribera del Jalón, la búsqueda de fósiles, incluso las incursiones nocturnas por el monte habían dejado paso a Gasca, a Pedro Antonio, a Oñate, a Pili Marco... y a los prolegómenos de la Operación Mojama, que alcanzaría su cénit al año siguiente.
Para mí el milagro se producía a diario durante la semana o los diez días que pasaba en Fontecilla, perdón en Alhama de Aragón. Siempre era jueves.

Guajardo desde el castillo
Guardo, por supuesto, todas las cartas escritas y recibidas durante mi estancia, algunas de ellas antológicas, como la del cantante nocturno que fue perseguido por los montes a media noche por una turba enfurecida de bañistas insomnes. Tanto los sobres como el papel de Guajardo tenían impresa, en su ángulo superior izquierdo y en un tono gris azulado, la foto más característica del balneario, tomada desde el castillo.






La Cola de Caballo
En Nuévalos, muy cerca de Alhama de Aragón, está el Monasterio de Piedra, un bonito monasterio cisterciense, enclavado en un parque natural de gran belleza, donde el agua juega un papel protagonista al formar el río Piedra un considerable número de espectaculares cascadas, entre las que destaca la famosa Cola de Caballo, con sus más de cincuenta metros de caída.
Nadie que visite Alhama debe perderse esta visita, especialmente interesante durante la primavera.



"Los jueves, milagro" tuvo muchos problemas con la censura. Es casi seguro que Berlanga no pudo hacer la película que quería, pero nos ha dejado escenas magistrales para la historia del cine. Muchas de esas escenas están rodadas en la Alhama que yo conocí. Una Alhama decadente y extraordinaria que seguía viviendo de un pasado glorioso y que ya casi había perdido la esperanza de que San Dimas o, mejor aún, San Roque, se apareciera cualquier jueves en la vieja estación.
Hoy, tantos años después, los lujosos y modernizados balnearios vuelven a ponerse de moda. Allí están todos... menos Guajardo, el gran fantasma dormido de Aquae Bilbilitanorum, que ya solo vive entre esos sueños que se resisten a ser olvidados.