miércoles, 29 de enero de 2014

A la sombra de Cézanne

Cuando unos amigos publicitarios tuvieron la feliz idea de invitarme a la reunión que su grupo de agencias iba a celebrar en Aix-en-Provence, me brindaron la oportunidad de volver a una ciudad que llevaba años sin visitar y de la que, sin embargo, conservaba un recuerdo tan nítido como cálido.

Cours Mirabeau
Llegar a la ciudad ya es un espectáculo en sí mismo. Las grandes fuentes del cours Mirabeau y sus frondosos plátanos de indias nos dan la bienvenida a la vieja Aix (Aquae Sextiae), a medida que vamos acercándonos al centro.
Esta bonita y ancha avenida, flanqueada por grandes aceras, es la principal arteria de la ciudad nueva, también conocida como quartier Mazarin, en honor del arzobispo de Aix (y hermano del cardenal que fuera primer ministro de Luis XIV), verdadero artífice del desarrollo moderno de la villa, a mediados del siglo XVII.

Cézanne (Bodegón con cortina)
El cours Mirabeau es el alma de Aix. Está repleto de bellos edificios y concurridos cafés, entre los que destaca el famosísimo Les Deux Garçons, una brasserie histórica, fundada en 1792, por la que han pasado personajes tan importantes como Cézanne y su amigo Zola, Picasso, Pagnol, Edit Piaf o Albert Camus. Es inevitable desayunar, comer, merendar o cenar en ella, con independencia de lo que puedan comentar sus clientes en las redes sociales o el los foros de viajes.

También es imprescindible hacer una parada en el número 12, para comprar unos calissons (los dulces de almendra típicos de Aix) en la confitería Béchard.

Calissons
No es una casualidad que haya tantas fuentes en Aix. Su mismo nombre nos indica que si el cónsul romano Sextius Calvinus decidió fundar, en el año 123 a. C., una ciudad en este preciso enclave fue no solo por su benigno clima, sino, sobre todo, por los manantiales de agua termal que todavía hoy pueden disfrutarse en las Thermes Sextius
Las fuentes del cours Mirabeu, sin embargo, son mucho más modernas. La más conocida, la de la plaza de los Cuatro Delfines, data de 1667 y la de los Nueve Cañones, en 1691. La gran fuente de la Rotonda es ya de de 1860.

Catedral de Aix
Lo cierto es que no quedan monumentos de la época romana en Aix, como en otras ciudades de Provenza, pero sí algunos medievales notables, como su catedral, que mezcla estilos, por los muchos años que duró su construcción. 
Como ciudad universitaria que es (su joven y concurrida universidad está compartida con Marsella), tiene una vida animada y cuenta con actividades culturales notables, como el Festival Internacional de Arte Lírico, creado en 1948, que se celebra todos los años en los meses de junio y julio.


Pero hemos hablado mucho de Aix-en-Provence sin mencionar a su hijo más célebre, Paul Cézanne, considerado por muchos el padre de la pintura moderna. Cézanne nació y murió en Aix. Y, aunque vivió largas temporadas en París, nunca se desvinculó de su ciudad natal.

Cézanne (La montaña Sainte-Victoire)
Hoy podemos conocer muy bien todos los lugares que están relacionados con su extraordinaria obra pictórica gracias a la Ruta Cézanne, un recorrido perfectamente señalizado que consta de cinco caminos diferentes, todos ellos unidos a su vida y a sus cuadros.
Pasar unos días de primavera o de verano en Aix es impregnarse de los colores de la brillante paleta de Cézanne. Podemos ver su casa natal, su estudio, los paisajes que nos legó y, desde luego, la montaña Sainte-Victoire, tantas veces retratada por sus pinceles, que se eleva orgullosa, protegiendo la ciudad y se ha convertido en el símbolo de la pintura del gran artista provenzal. 

El Museo Thyssen va a ofrecer, del 4 de febrero al 18 de mayo, una exposición sobre Cézanne. Obviamente habrá que verla, si bien es seguro que no será comparable a la gran muestra que sobre el pintor organizó la Tate Gallery de Londres en 1996, memorable desde todos los puntos de vista.

El taller de Cézanne
La gran virtud de Paul Cézanne, aparte de haber sido el puente entre el impresionismo y la pintura contemporánea, reside en que su genialidad se ponía de manifiesto tanto en el retrato como en los paisajes y bodegones, siendo capaz de dotar a todos ellos de una especial vida propia, que resiste, sin inmutarse, el paso del tiempo y la evolución de las tendencias pictóricas, manteniendo su actualidad, a través de las décadas. Solo un genio, dotado de un don natural extraordinario, es capaz de conseguir este milagro.

Torre del Reloj
El Museo Granet también conserva obras de Cézanne. Es interesante de visitar y recoge piezas de muchos otros artistas de diversas épocas. Sin duda uno de los puntos más interesantes de la villa, que no nos debemos perder.
Lo mismo ocurre con la ciudad vieja que, además de la catedral (construida sobre el templo de Apolo, según dice la tradición local), tiene muchos otros monumentos y edificios singulares, entre los que destacan la Torre del Reloj y el palacio arzobispal, cuyo patio sigue siendo sede de algunos eventos del Festival de Arte Lírico.




Muchas veces me he preguntado por qué se le ocurriría a Jean-Françoise (que es quien, realmente, organizó el viaje) citarnos en Aix, una ciudad fuera de los circuitos habituales de las reuniones de negocios. Claro que esas agencias independientes de cinco países éramos muy especiales. Tanto que en lugar de llamar network al grupo, lo llamábamos flexwork. Y así actuábamos, con total libertad y flexibilidad entre todos.

Cézanne (Les grandes baigneuses)
Y, claro, como no podía ser de otra forma, después de terminar nuestra más que distendida reunión, a la sombra de Paul Cézanne, no dejé pasar la ocasión de escaparme unos días a mi rincón favorito, ese al que yo llamo cariñosamente El triángulo de Provenza, al que, por supuesto, siempre viajo escuchando la romanza de Germont: "Di Provenza il mar, il sol".

sábado, 25 de enero de 2014

Ballybunion y el espíritu de Irlanda

Mi amigo y colega Roger Edwards era un entusiasta del golf. Y digo era, porque desde que se fue a vivir a Australia no he vuelto a tener noticias suyas, pese a que hubo un tiempo en el que hacíamos juntos frecuentes viajes de golf por "Britain, Spain... and colonies", como solía decir él, con su británico sentido del humor.

Gracias a estos viajes he conocido algunos rincones de gran belleza e interés en Inglaterra, Irlanda y Escocia que, probablemente, no hubiese llegado a visitar sin el aliciente del golf.

Ballybunion Old Course (Hoyos 10 y 11)
Hoy el golf me aburre un poco, ya que, en contra de lo que los no jugadores creen, es este un deporte mucho más atractivo para quienes están en su plenitud física, manteniendo un espíritu competitivo y muy aguerrido,  completamente inasequible al desaliento.
El golf es el deporte en el que la lucha es más constante y permanente, pues a la disputa con tus rivales hay que añadir la que se libra contra uno mismo, contra las meteorología y, sobre todo, contra el campo (que es quien, en última instancia, suele salir casi siempre victorioso).

Pero también es verdad que quien ha disfrutado del golf en su juventud tiene dentro un eterno veneno, difícil de eliminar que, añadido a la indiscutible belleza de un campo de golf, cuyo entorno suele permitirnos entrar en contacto directo (y prolongado, debido a las características del juego) con una naturaleza tan atractiva como añorada por quienes vivimos en una gran ciudad, nos sigue atrayendo de por vida.

Pues bien, Ballybunion es, sin duda, uno de los grandes templos del golf.
Situado en el sudoeste de Irlanda, en el condado de Kerry y muy cerca del gran estuario del río Shannon, se encuentra en la pequeña localidad homónima, famosa, precisamente, por dar nombre a unos de los clubs de golf más prestigiosos del mundo.

Ballybunion Old Course (Hoyo 6)
El Ballybunion Golf Club se fundó en 1893, fecha en la que fue inaugurado su espectacular Old Course, un links especialmente duro en los días de viento, en los que puede llegar a ser difícil mantenerse en pie en alguno de los segundos nueve hoyos. Un año tras otro, este campo aparece, consistentemente, y en todas las publicaciones de golf con más prestigio, dentro de la lista de los diez mejores campos de las islas, lo que casi equivale a decir del mundo.
Sobre todo cuando hablamos de links, es decir, un campo de estilo tradicional, construido sobre un terreno arenoso, con dunas, junto al mar y prácticamente sin árboles ni obstáculos de agua. Así fueron los primeros campos de golf en Escocia, de donde es originario este deporte, que data del lejano año de 1744.
El British Open (The Open), considerado como el más importante torneo de golf del mundo (con permiso del Masters de Augusta), siempre se juega en un campo de estas características, tan diferentes a la de los típicos campos norteamericanos.

El segundo campo de Ballybunion, el Cashen, diseñado por el gran Robert Trent Jones e inaugurado en 1982, es el hermano menor del Old Course. Jugar en él es un reto igualmente atractivo y también cuenta con varios de sus hoyos paralelos a la línea de la costa. Hay quien dice que es, incluso, más difícil que el antiguo.

Cementerio de Ballybunion
Un recorrido de golf en Ballybunion es mucho más que practicar este deporte.
La poderosa naturaleza de esta costa occidental de Irlanda sobrecoge a cada paso y nos impresiona tanto por lo que nos presenta, que se hace necesaria una gran concentración para que no desviemos nuestra atención del juego.
Ya desde el primer golpe, cuando nos enfrentamos al siempre exigente comienzo de un partido de golf, somos muy conscientes de que Ballybunion no es un campo cualquiera. Frente a nosotros, ligeramente a la derecha, el viejo cementerio local se muestra ante nuestros incrédulos ojos.
Deberemos hacer volar la bola justo sobre la valla de piedra del camposanto para alcanzar la calle en el lugar preciso, corriendo el riesgo de que nuestra primera bola acabe reposando junto a las lápidas de quienes no podremos evitar imaginar como golfistas que nos precedieron y fueron fatalmente derrotados por un campo que no perdona los errores.

Castillo de Minard
Ballybunion produce una profunda y real sensación de soledad cuando observamos sus enormes playas entre las elevadas dunas que protegen la costa.

Sus puestas de sol sobre el mar son de una belleza absoluta y cambiante, en función de las condiciones del cielo, del océano y del viento.

Esta magnífica y sencilla diversidad hace que tanto el campo como el paisaje sean siempre distintos, por lo que nunca jugaremos los mismos hoyos ni tendremos las mismas vistas...


Pero el interés que para el viajero tiene el condado de Kerry no se reduce a Ballybunion.
Killarney, Tralee y la península de Dingle son lugares, también, de visita obligada.

Kinard Beach
Killarney es hoy uno de los destinos turísticos más populares de Irlanda, ya que une su historia y su belleza natural a una posición muy estratégica para moverse por los sitios más atractivos de la zona, que son muchos. El Killarney National Park, primer parque nacional de Irlanda, es una verdadera maravilla de la naturaleza, albergando bosques, restos prehistóricos, espectaculares cascadas, una vieja abadía franciscana, el castillo de Ross y una fauna autóctona abundante y única en la isla. Todo ello a orillas del gran lago que se extiende junto al parque y a la propia ciudad de Killarney.

Tralee es la capital del condado y una ciudad cargada de historia y monumentos. Sin embargo, su fama se debe, sobre todo, al Rose of Tralee, el festival internacional que se celebra todos los años en el mes de agosto y que cuenta con más de medio siglo de tradición.

Dejo para el final el comentario sobre la península de Dingle porque, en mi opinión, es el enclave más notable de todo el condado.
Situada en el extremo más occidental de Irlanda (Dunmore Head), la península es un espectáculo en sí misma. Su orografía montañosa y sus imponentes acantilados se combinan con grandes playas de arena que hacen las delicias de los surfistas y conforman un paisaje inolvidable, muy especialmente en las últimas horas del día.
Por toda la península hay pequeños pueblos de pescadores, celosos guardianes de las tradiciones irlandesas y de su idioma. En ellos encontraremos casas particulares, hostales, pensiones, restaurantes y pubs que nos ayudarán a completar nuestro viaje de la manera más auténtica que pudiéramos haber imaginado en el momento de planificarlo.

Dunmore Head
Dingle es, asimismo, el puerto pesquero que da nombre a la península y cuyo nombre irlandés significa Fortaleza de Hussey.
Orientada al sur y con las montañas a su espalda, su bien protegida bahía tiene un habitante singular: el delfín Fungie, residente en las aguas próximas a su entrada desde, al menos, 1983, cuando fue visto por primera vez desde el faro de Dingle.
La historia de Fungie es de esas que nos convencen de la natural atracción entre delfines y humanos, ya que, sin haber sido nunca alimentado por el hombre y viviendo en absoluta libertad, lleva treinta años disfrutando de las constantes visitas que recibe, hasta el punto de que se creó una flota de ocho embarcaciones para que los viajeros que llegan al puerto tengan la oportunidad de ver de cerca sus evoluciones y saltos junto al barco. La seguridad de ver a Fungie en acción es total, pues, en caso contrario... ¡no se cobra el precio del viaje a los pasajeros!

La otra gran atracción de la península, es especial para los amantes del séptimo arte, es el hecho de que en ella fue donde se rodó la célebre película de David Lean "La hija de Ryan", estrenada en 1970 y que nos emocionó con su oscarizada fotografía de los acantilados y playas de la península de Dingle.
Ningún otro escenario de la bellísima Irlanda podría haber sido más adecuado para la penúltima obra de Lean, el director británico que ya formaba parte de la leyenda del cine, tras realizar "El puente sobre el río Kwai", "Lawrence de Arabia" y "Doctor Zhivago".
Hoy es imposible contemplar los paisajes de la península de Dingle sin ver volar sobre sus playas solitarias la sombrilla de Sarah Miles...


Kerry, Dingle, Ballybunion... el poder del mar, del viento y de las emociones, unidas por la fuerza de unos sentimientos que vuelan hasta el interior del viajero desde lo más profundo del alma irlandesa.

martes, 21 de enero de 2014

Las aves del paraíso

Nunca he estado en Nueva Guinea, pero desde siempre he sentido vocación por  el que probablemente es, junto con Borneo, el último paraíso natural de nuestro mundo.
Atraído por esta gran isla del Pacífico, hoy dividida políticamente entre Indonesia y el estado independiente de Papúa Nueva Guinea, fue una de mis aficiones coleccionar láminas antiguas de las sorprendentes aves del paraíso, una de las especies más extraordinarias de aves que existen y que solo pueden encontrarse en libertad en Nueva Guinea y sus islas más próximas.

En aquellas épocas, no era tan sencillo conseguir este tipo de grabados y solo se encontraban en sitios muy especializados (a precios prohibitivos) o en copias y libros de litografías inglesas y francesas del siglo XIX, que había que buscar en Londres o en París.
Pese a todo (y gracias a la intervención de una amiga de mi madre, Mercedes Fassi Cooke, amante de la pintura, la fotografía y la ornitología) llegué a reunir un cierto número de interesantes reproducciones que hoy, por desgracia, se encuentran casi todas en paradero desconocido.

Pero lo importante no es el hecho de que mis viejas láminas existan o no, sino que las verdaderas aves del paraíso sigan siendo una realidad en un mundo como el que tenemos hoy, con tantas amenazas para la vida natural. 

Una de mis viejas láminas
Es probable que las más de cuarenta especies diferentes de este pájaro tan excepcional hayan llegado hasta nuestros día gracias a las singulares características de una isla que aún conserva muchos misterios por descubrir.

Yo tenía casi olvidada mi vieja afición, cuando me llegó un mensaje de mi amigo Cedric Carton con un enlace a un video del magnífico Birds of Paradise Project, de la Cornell University de Nueva York.

Desde los lejanos tiempos en los que navegantes portugueses y españoles llegaron a las costas de Nueva Guinea, las potencias coloniales se han ido disputando la posesión de una de las mayores y menos conocidas islas del mundo, hasta llegar a su división actual. 
No es de extrañar, en cualquier caso, que tanto la bandera como el escudo del Estado Independiente de Papúa Nueva Guinea lleven, con orgullo, la imagen de la que, con gran probabilidad, es una de las aves más interesantes y bellas del planeta Tierra.

Bandera de Papúa Nueva Guinea
Merece la pena ver, con detenimiento, el trabajo desarrollado durante casi diez años por Ed Scholes y Tim Laman, responsables directos del Birds of Paradise Project, que tan intensamente nos explica los detalles de una evolución que ha sido posible gracias a las muy particulares condiciones de aislamiento que se han dado en el entorno y al peculiar proceso de selección natural de las propias especies.

Viajar a Nueva Guinea no es habitual, desde luego. Entre otras cosas, porque, al no ser un país turístico, apenas tiene infraestructuras para ello, pero, sobre todo, porque el clima es de una humedad extrema y el riesgo de malaria y otras enfermedades tropicales, muy alto, así que es mucho más recomendable descubrir las maravillas de las aves del paraíso a través de los reportajes de Scholes y Laman que aventurarse a un viaje tan complicado y largo (salvo que vivas en Australia, claro está).


Hollywood también se ha interesado por el atractivo nombre de estas aves tan exóticas y, al menos en dos ocasiones, ha producido películas con este título (Bird of Paradise). La primera (dirigida por King Vidor en 1932 y protagonizada por la gran actriz mexicana Dolores del Río, una de las mayores estrellas de la época) es, sin duda, la más notable, entre otras cosas por el escándalo que algunas de sus escenas produjeron en su tiempo. Sin embargo, nada tiene que ver con las aves de Nueva Guinea, aparte del nombre. 

La segunda, de 1951 y dirigida por Delmer Daves, tiene como principal atractivo la presencia de Debra Paget en su papel protagonista.

Tampoco debemos confundirnos, al mencionar ave del paraíso, con la planta sudafricana de llamativas y originales flores amarillas, cuyo nombre tiene por origen su relativo parecido con alguna de las aves de Nueva Guinea en pleno vuelo.






De todas formas, y volviendo a las paradisaeidae (que es la denominación oficial que el Código Internacional de Nomenclatura Zoológica da a esta fantástica familia de aves), todos deberíamos celebrar que la naturaleza haya querido regalárnoslas, permitiendo, además, poder seguir disfrutando de ellas en los tan superindustrializados tiempos de la sociedad actual... aunque no podamos ser testigos en directo de su increíble espectáculo natural y tengamos que conformarnos con lo que nos brindan reportajes y estudios tan valiosos como el del Birds of Paradise Project.

Gracias, Cedric.

miércoles, 15 de enero de 2014

Cypress Point

Durante un período indeterminado de tiempo, fui propietario de unos terrenos en Sacramento.

Cypress Point
Y he dicho indeterminado porque, en realidad, nunca supe cuándo lo adquirí ni cuando el terreno en cuestión dejó de ser mío (si es que alguna vez lo fue, que eso tampoco está claro). El responsable de todo este embrollo fue mi socio en California, Steve Barker, un simpático y rubio americano a quien conocí en los tiempos dorados de la Marbella de Jaime de Mora y Alfonso de Hohenlohe, cuando el Marbella Club era el paradigma del lujo desenfadado.

Barker y yo montamos una pequeña empresa de importación de azulejos cerámicos en Sacramento, cuyos comienzos fueron, verdaderamente, más que prometedores. Así que abrimos una cuenta en el Wells Fargo Bank (lo que me gustó mucho por el romántico recuerdo de las viejas diligencias que evocaba su nombre) y yo me trasladé a Sacramento en cuanto pude, tras haber realizado las oportunas negociaciones previas con varias empresas cerámicas de Castellón, que deberían ser nuestros proveedores habituales.
La compra del terreno debió producirse poco después de que yo consiguiera mi primera documentación oficial americana, tras obtener mi carnet de conducir del estado de California que, por supuesto, todavía conservo tantos años después.

Diligencia de Wells & Fargo 
El caso es que, gracias a mis incipientes (y nada lucrativos) intereses en la vieja colonia española, evangelizada en su día por el bueno de Junípero Serra y sus misioneros franciscanos, tuve la oportunidad de conocer gran parte de California y algo de Nevada.

Poco más obtuve de rendimiento en mis relaciones con el pillo Steve, ya que sus poco ortodoxos métodos no gozaron (como era previsible) de la aprobación del sheriff de Sacramento, lo que a punto estuvo de obligarme a seguir los pasos del popularísimo personaje creado por el gran José Mallorquí (padre, por cierto, de mi amigo y compañero, César).


En mi periplo californiano visité muchos lugares apasionantes, muy atractivos y de enorme interés, pero debo reconocer que hubo uno que me produjo un especial y singular impacto.

Al sur de San Francisco se encuentra la bahía de Monterey, a la que da nombre una población costera que fue la primera capital de California y que hoy presenta múltiples atractivos para el visitante, como su magnífico santuario marino, su excelente acuario o el famosísimo autódromo de Laguna Seca, el gran templo del deporte del motor de la costa occidental de los Estados Unidos.
Al sur de Monterey se extiende la península homónima, cuya agreste y frondosa geografía interior, combinada con una costa bravía y escarpada nos proporciona escenarios de una dramática belleza, mil veces inmortalizada por pintores, fotógrafos y hasta por el séptimo arte.

Cypress Point Club
Para recorrer la península, nada mejor que tomar la ruta conocida como 17-Mile Drive, que, partiendo de Pacific Grove, llega hasta Pebble Beach, ofreciéndonos impresionantes vistas de toda la costa, especialmente si hemos elegido las últimas horas de la tarde para nuestro paseo.
La zona es un paraíso para los jugadores de golf, pues en ella están situados varios de los campos y hoyos más legendarios, como el Pebble Beach Golf Links, tal vez el más renombrado de los campos públicos americanos.
Muy cerca tenemos el Cypress Point Club cuyos hoyos 15, 16 y 17 son de una espectacularidad que va más allá de lo imaginable.





El ciprés solitario
Cuando vi por primera vez el ciprés solitario, tuve la sensación de haberlo visto antes. Pronto descarté esa posibilidad, ya que estaba claro que eso era de todo punto imposible, salvo que lo conociera por algún reportaje o fotografía. Sin embargo, no era esa la impresión que me causaba, sino otra muy distinta, más parecida a la que se produce cuando, tras muchos años de ausencia, te topas, de golpe, con uno de esos sitios en los que has pasado una buena parte de tu niñez.

Fue bastante tiempo después cuando me tropecé, en casa de mis padres, con el primer óleo que pinté, siendo aún un niño. El cuadro, inacabado y guardado en un armario, era un paisaje del acantilado sobre el que se yergue uno de los árboles más famosos del mundo.
Es evidente que yo copié esa imagen de algún sitio, pero el recuerdo que quedó grabado en mi memoria, y que todavía sigue vivo en ella, es el contrario: pinté un árbol que nunca había visto, pero que existía y me atrajo hasta él. Cada uno es libre de forjar sus propias leyendas.


Kim Novak y James Stewart
En Vertigo (1958), que muchos consideran la obra maestra de Hitchock, una de las más conocidas escenas de la película, la del primer beso entre Madeleine y Scottie (Kim Novak y James Stewart), se rodó muy cerca de Cypress Point, en pleno 17-Mile Drive. Y, si todo el film es memorable, el momento de uno de los besos más famosos de la historia del cine, con las olas rompiendo sobre las rocas, tras el abrigo blanco de Kim Novak, en el momento exacto en el que la bien sincronizada música sube de volumen, es difícilmente superable.

Al lado está la pequeña villa de Carmel-by-the-Sea, sin duda, uno de los pueblos más bonitos de California. Carmel es uno de esos lugares privilegiados que lo tienen todo: una playa magnífica, buen clima, muchos sitios agradables para comer, amor por el arte, tiendas interesantes, actividades deportivas... y un ambiente lleno de estilo y buen gusto. Un verdadero lujo de pueblo, ideal para pasar unas vacaciones, pese a que, como es fácil de suponer, no se trata de una localidad que destaque porque en ella la vida sea barata. Más bien, todo lo contrario. Eso sí, gastarse el dinero en Carmel es mucho más recomendable que hacerlo en tantos y tantos sitios vulgares (y, también, caros) que abundan por todos los rincones del mundo.

No me atrevo a recomendar ningún hotel en Carmel y, aún menos, un restaurante. Hay muchos y, la mayoría, buenos. Si acaso, destacaría L'Auberge y su restaurante Aubergine que, aparte de componer un interesante juego de palabras, son un buen exponente de lo que podemos encontrar en este singular pueblecito costero.
Yo no recuerdo haber tenido ninguna mala experiencia, sino que, por el contrario, he disfrutado al máximo cada momento vivido en esta villa tan especial de la que, por cierto, fue alcalde Clint Eastwood.

Carmel-by-the-Sea
Carmel es, asimismo, un destino muy recomendable para los amantes del vino, ya que abundan los locales en los que se pueden degustar los mejores caldos de California.

Y, desde el punto de vista arquitectónico e histórico, Carmel-by-the-Sea tiene un particular interés. 
Una gran parte de sus edificios llevan la firma de notables arquitectos, como la Walker Residence, una de las más bellas mansiones de la costa, obra del mismísimo Frank Lloyd Wright.
Y la historia de la vieja California está representada por la Misión de San Carlos Borromeo, fundada por el fraile mallorquín Junípero Serra en 1771. Es, precisamente, en esta Misión de Carmel, como muchos la llaman, donde descansan sus restos. 

California me gusta. Y espero volver pronto... una vez que haya comprobado que el viejo sheriff de Sacramento se ha jubilado definitivamente, claro está.

jueves, 9 de enero de 2014

Una calle de París


Es una calle pequeña.
Y ni siquiera voy a hablar de toda ella, sino de un pequeño tramo, de apenas ciento cincuenta metros, en el que no hay monumento alguno ni locales famosos, tan frecuentes en la gran capital parisina.

La calle de Mont Thabor está en el primer distrito y es paralela a la célebre calle de Rivoli, en la parte final de esta, ya cerca de la plaza de la Concordia.


Empieza en la muy breve calle de Alger, que une Rivoli con Saint-Honoré y aunque, en realidad, llega hasta más allá de la calle Cambon, a mí tan solo me interesa el primer tramo, que acaba en el cruce con la ancha calle de Castiglione, a un paso de mi plaza favorita de París, por la que paseaban Gary Cooper, Audrey Hepburn y Maurice Chevalier en la comedia de Billy Wilder y, años más tarde, Catherine Deneuve, en la película de Nicole Garcia.


Alfred de Musset
Como casi todas las del primer distrito, Mont Thabor es una calle de edificios sobrios y bonitos, pero tiene un aire de sencillez y paz que contrasta con la ajetrada Rivoli y la cosmopolita Saint-Honoré, tan próximas y diferentes a ella.

En el número cuatro hubo un hotel que llevaba el nombre de la calle. Era un hotel muy frecuentado por españoles en aquellos años (no especifico a qué años me refiero, pero eso carece de importancia), un tanto destartalado (tampoco demasiado) y, como es obvio, con una situación inmejorable.
A mí me pareció estupendo. Y luego, tras las bonitas lágrimas que una guapa chica rubia derramó en la esquina de la plaza Vendôme, más estupendo todavía.
Yo estaba acostumbrado a pequeños y dudosos hoteles próximos a Clichy, como el hotel Blanche, por ejemplo. Y no era por que tuviera un especial apego a Pigalle, sino porque el Club de Actividades Culturales Hispano-Francesas siempre nos llevaba allí. Por cierto que este desaparecido club y su carismático líder absoluto, el apuesto Bernardo (quien cada vez que visitaba París volvía con un nuevo anillo de brillantes) merecen un artículo propio.

Hoy, el viejo hotel Mont Thabor se ha transformado en el, digamos, elegante Reinaissance Paris Vendome, un hotel de la cadena Marriott que cuenta con un restaurante vasco-francés (Pinxo, de Alain Dutournier), al que se accede por la calle de Alger. Sintiéndolo mucho, y en detrimento de mis muy buenos recuerdos, dudo que nunca llegue a alojarme en él.

En la fachada de la casa contigua podemos ver la placa dedicada al poeta romántico Alfred de Musset, que fuera amante de George Sand antes de que la escritora pasara un invierno en Mallorca con Chopin. La placa nos recuerda que Musset murió en esta casa el día dos de mayo de 1857.



En la acera de enfrente, otro hotel, el Duminy-Vendome, ocupa el edificio de un antiguo predecesor que también recuerdo con cariño. Al contrario de lo que me ocurre con su frontal vecino, el Duminy sí me parece un buen sitio para quedarse en París, en un ambiente confortable y moderno y con unos precios más que razonables para lo que suele ser habitual en una ciudad que no es famosa por ser especialmente barata.

Hay otro hotel en la calle, pero solo podemos ver aquí su entrada trasera, ya que la principal está en Rivoli, bajo los soportales. Es el Meurice. Uno de los mejores hoteles clásicos de París, residencia de reyes y grandes personalidades, sigue siendo hoy una de las referencias hoteleras más importantes del mundo.
El hotel fue fundado en París en 1815 y trasladado a su actual ubicación en 1835. En él vivió Alfonso XIII, cuando tuvo que abandonar España, tras la proclamación de la II República. Tras él, un considerable número de reyes y jefes de estado han sido (y siguen siendo) huéspedes del aristocrático Meurice.

El Meurice desde las Tullerías
Durante la ocupación de París en la Segunda Guerra Mundial, el hotel fue requisado y el gobernador militar alemán fijó en él su cuartel general. Y allí desobedeció la orden de Hitler de destruir París antes de dejar la ciudad en manos del Ejército Aliado.

Salvador Dalí fue otro de sus visitantes habituales, ya que durante tres décadas no dejó de pasar un mes al año en las mismas habitaciones que ocupase, en su día, Alfonso XIII. Hoy, uno de los restaurantes del hotel lleva, en su honor, el nombre del gran artista catalán.

El bar del Meurice
Pero el gran restaurante del hotel Meurice es el de Alain Ducasse. Sin duda, uno de los mejores de París, que combina la extraordinaria calidad de su cocina (que ha merecido, en justicia, las tres estrellas de Michelin) con el salón más impresionante que podamos imaginar y unas espectaculares vistas sobre los jardines de las Tullerías. 


También merecen destacarse la interesante joyería de Annette Girardon, el restaurante japonés Kinugawa y la taberna irlandesa Carr's, en la esquina con Alger. Y poco más queda en mi trozo de calle. Si acaso, al caer la tarde, la sombra de personajes como Enrique Blanco y Vicente Marco, los creadores de Carrusel Deportivo, comentando el final del Tour de Francia al regresar, cansados, al hotel, tras el intenso trabajo...

Desde mi balcón
Sin embargo, debo reconocer que la proximidad con el Costes (mi hotel favorito para pasar el fin de año en París) y con Angelina, son puntos a favor de mi pequeña calle parisina que no puedo dejar de tener en consideración cuando pienso en sus virtudes que, siendo humildes, para mí son mayores que las que poseen los grandilocuentes bulevares y avenidas que dan fama mundial a la capital del Sena.


Después, tras cruzar Castiglione, Mont Thabor continúa hacia... pero eso ya me da igual, porque esta parte de la calle para mí ni siquiera existe.

martes, 7 de enero de 2014

Formentera y el faro de Julio Verne

Formentera ya no es la isla solitaria que conocí hace más de cuarenta años.
Aquel rincón escondido del Mediterráneo que podías recorrer en bicicleta, en pleno verano, sin apenas cruzarte con nadie por su única y estrecha carretera, ya no existe.

Sin embargo, es cierto que Formentera sí ha sabido conservar muchas de las virtudes que hicieron de ella el gran paraíso azul del Mare Nostrum. 
Sus aguas siguen siendo cristalinas, limpias y templadas, sus arenas blancas y su clima, suave y tranquilo.

Faro de La Mola
Me gusta, especialmente, el contraste entre sus largas y dulces playas y los duros y escarpados acantilados que protegen el faro de La Mola, uno de mis lugares favoritos de las Pitiusas. 
Antes, los lagartos que poblaban las rocas cercanas al faro, se acercaban sin miedo al visitante. Si dejabas un bolso abierto sobre el suelo, no era raro que, al recogerlo, tuviera a bordo un viajero inesperado, de piel verde-azulada y mirada impertinente.
A mí, como a Julio Verne, me entusiasma ese lugar. Subir a él en bicicleta tiene su mérito, pero la recompensa vale la pena. El intenso azul del mar, las poderosas y escarpadas rocas y el recuerdo de Héctor Servadac nos acompañarán mientras tomamos un refresco combinado con las espectaculares vistas que nos ofrece el relajado y blanco bar que hoy existe  junto al otrora solitario faro.

Lagarto de Formentera
También merece la pena visitar el otro faro famoso de la isla, el del Cap de Barbaria, con su intrigante agujero que da acceso a una cueva horadada en el suelo (conocida, precisamente, por este nombre), su vertical acantilado y las rojas e impresionantes puestas de sol que desde este punto se disfrutan.

Con todo, el mayor activo de Formentera son sus playas. El hecho de que el único medio de transporte para acceder a la isla sea el ferry desde Ibiza hace más complicado el acceso y, por ello, ayuda a mantener protegido un patrimonio que ya es de toda la humanidad, según declaró la UNESCO en 1999.
Más de veinte kilómetros de arenas y rocas bañadas por un agua que no sabríamos decir si es transparente o turquesa, rodeadas por esa pradera submarina de posidonia que actúa como la mejor depuradora natural posible y nos regala lo que no seríamos capaces de encontrar más que en otros mares, lejanos y de muy diferentes latitudes a las nuestras.
Saona, Migjorn, Es Caló, Illetes... son nombres, entre otros, que nos evocan lo mejor de este rincón del Mediterráneo. 

Ibiza y Es Vedrá
Casi unida por una franja de arena a la playa de Illetes, se encuentra el islote de Espalmador, de propiedad privada, que sirve de refugio a un gran número de embarcaciones, deseosas de fondear sobre el agua invisible de una bahía con atardeceres lejanos de Es Vedrá. 

Hoteles, pensiones y hostales han florecido en la isla.
Suelen ser relativamente discretos, pero es algo que no acaba de gustarme. Añoro los tiempos en los que apenas había nada fuera de la capital, San Francisco Javier, o el pequeño puerto de La Savina. Recuerdo un hostal, al este de la playa de Migjorn que, si existe, hoy no sabría reconocer.

Grande es, también, la oferta gastronómica, ya que restaurantes y chiringuitos han florecido por todas partes. Famosos son El Pirata y Tiburón, en Illetes, lo que no quiere decir, ni mucho menos, que sean los que sirven mejor comida. En la playa de Migjorn, por ejemplo, restaurantes más tradicionales, como Real Playa o Vogamari, parecen opciones más seguras, sobre todo en los ajetreados meses de verano. No muy lejos de ellos, Piratabus, sigue siendo el chiringuito de referencia de la isla.

Como es lógico, cuando más sufrimos en Formentera los veteranos de este singular pedazo de arena y roca mediterráneo es en agosto. Los turistas marineros desplazan a los auténticos piratas, dando la vuelta a las reglas del viejo juego de Crone que da nombre a este blog.
Julio tampoco es el mes más recomendable, aunque la extraordinaria belleza natural de Formentera lo resiste casi todo...
Pero si somos capaces de asomarnos a sus playas en mayo, junio o septiembre, casi estaremos en disposición de ver la isla (con un pequeño esfuerzo por nuestra parte, eso sí) tal como la conservamos en la retina quienes tuvimos la suerte de conocerla antes de que los modernos barcos, plagados de veraneantes compulsivos, abordasen a los bajeles de los esforzados corsarios baleares, cuyo obelisco sigue en pie en el muelle del no muy lejano puerto de Ibiza.

jueves, 2 de enero de 2014

Les falaises d'Etretat

Les falaises d'Etratat
Me acercaba a la costa de Etretat cada vez que tenía que viajar a Fécamp, algo que sucedía con frecuencia en aquellos tiempos.

Yo visitaba a la familia Le Grand, los descendientes del fundador de la empresa, Alexandre Le Grand, creador en 1863 de uno de los licores más famosos del mundo: Bénédictine.






Mi agencia de publicidad en Madrid trabajaba para esta centenaria firma francesa, heredera de la tradición legada por los monjes benedictinos, a través del legendario DOM Bernardo Vincelli, un erudito monje italiano, llegado a Normandía desde Monte Cassino, en el lejano año de 1505.

Vincelli desarrolló la fórmula de un elixir cuyo secreto conservaron celosamente los monjes de la abadía de Fécamp hasta la irrupción de la Revolución Francesa.
Fue entonces cuando el último de los monjes en abandonar la abadía entregó libros y manuscritos a la familia Le Grand, que permanecieron intactos bajo su custodia hasta que Alexandre descubrió entre ellos, en 1863, el original de Vincelli, fechado en 1510, que contenía los detalles de la misteriosa fórmula de su elixir.

Alexandre Le Grand mandó construir un gran palacio para albergar la fábrica de su flamante licor, la sede de su compañía e, incluso, su propia casa.
El espectacular palacio fue inaugurado en 1888 pero el destino quiso que, apenas cuatro años más tarde, un violento incendio lo dejara reducido a cenizas.

Palais Bénédictine
Pero el palacio resurgió gracias al insistente impulso de Alexandre, quien demostró que su gran coraje y determinación llegaban más allá de lo que ya vaticinaba su muy elocuente apellido, y el nuevo palacio neogótico-renacentista de Bénédictine, aún mayor y más bello que el anterior, se inauguró en 1900.

Once fueron los años en los que tuve la fortuna de manejar la publicidad de esta histórica y singular marca y en ellos se gestaron magníficas piezas como las gigantescas botellas que rivalizaron por un tiempo con el toro de Osborne en las carreteras españolas o la película rodada en el cabo de Creus, sorteando a la censura, que titulamos "27 veces natural" y que alguien rebautizó como "27+1".

Alexandre Le Grand
Bénédictine, que para mí es tan importante como para la familia Le Grand (aunque, desde luego, por diferentes y mucho mejores motivos), me dio, además, la oportunidad de viajar a Fécamp y conocer bien esa parte de la costa normanda, en la que se encuentran los impresionantes acantilados de Etretat.
Aparte del fantástico palacio Bénédictine, en Fécamp podemos admirar la abadía gótica de la Santa Trinidad y los restos del viejo castillo, el Palais Ducal, cuyo origen se remonta más allá de los tiempos del mismísimo Guillermo El Conquistador.

El campo en Fécamp también es bonito y eternamente verde. Los campos de manzanos, entre prado y prado, proporcionan al paisaje un encanto sencillo y especial, que dulcifica la presencia de los grandes bosques y los altísimos acantilados de este antiquísimo puerto bacaladero normando. En esos campos hubo un pequeño hotel, sencillo y acogedor, cuyo nombre no soy capaz de recordar...


Abadía de Fécamp
Bajando por la costa llegamos al pueblo de Etretat, situado en el único remanso de paz que los acantilados conceden a la tierra. Allí el paisaje se abre ante nosotros como el inmenso escenario de un teatro natural, alzándose sobre  un mar flanqueado por dramáticas y blancas rocas verticales que presentan sorprendentes arcos que han inspirado a artistas como Monet y Courbet, quienes nos dejaron imágenes de eterna belleza, aunque incapaces de igualar a la obra de la naturaleza, que esculpió en Etretat los que probablemente son los acantilados más bellos del mundo.
Entre todos los rincones de esta costa excepcional, el llamado Ojo de la Aguja es, sin duda, el más conocido y fotografiado por los visitantes, pero no hay que perderse ninguno y, a ser posible, se debe pasear por ellos a distintas horas del día, ya que los cambios de luz producen efectos tan diversos como espectaculares.

Monet · El ojo de la aguja 
Especial mención merece el Club de Golf d'Etretat, creado en 1908. Su recorrido sobre los acantilados nos hace disfrutar al máximo, con independencia del resultado que obtengamos con nuestro juego. Aquí, el campo siempre gana al jugador, por muy bien que este haya jugado. Su hoyo 10 es uno de los que no olvidaremos por muchos campos de golf que hayamos visitado.

Hay buenos lugares para alojarse en los alrededores, como el Château-du-Bec, cuya construcción original data del siglo X, y no faltan buenos restaurantes (en casi toda Normandía se come bien), tanto en Etretat (Le Bícorne) como en Fécamp (Le Vicomté).

Los seguidores de Arsenio Lupin (el contemporáneo "rival" de Sherlock Holmes) no deben dejar de visitar en Etretat la casa de su creador, Maurice Leblanc. De igual forma, los admiradores del infortunado Guy de Maupassant y sus relatos de terror, buscarán en Fécamp rastros de su discutido lugar de nacimiento. Pero, de una forma u otra, es indiscutible que estas tierras están unidas al arte, ya sea plástico o literario, un hecho que a nadie que las conozca puede extrañar en absoluto.


A mí, además, viajar por las verdes tierras normandas que enmarcan el intenso color turquesa del Canal de la Mancha, me lleva al remoto tiempo del monje Vincelli, a quien, en última instancia, debo agradecimiento eterno.