lunes, 28 de abril de 2014

Aquella vieja Ibiza

No es necesario rememorar el tiempo de los cartagineses para recordar una Ibiza muy distinta de la actual, llena de encanto y capaz de hacer compatible la modernidad con la más auténtica tradición popular.
Hablo de la vieja Ibiza, la que yo conocí a principios de los años setenta y que todavía está presente en la memoria y hasta en la retina de muchos.

Atardecer en Ibiza
A lo largo de este artículo, breve en palabras y generoso en lo gráfico, gracias a las imágenes que ha rescatado Corrie Franse (y que yo reproduzco aquí, en un número muy limitado con respecto a las que ella ha publicado), voy a tratar de recordar algunos rincones y paisajes que tuve la suerte de conocer personalmente, tal como aparecen en estas fantásticas fotografías de la época, con ese colorido tan especial que ya es imposible conseguir con los modernos aparatos digitales, mucho más nítidos y precisos, pero incapaces de registrar los matices cromáticos que nos ofrecían las películas y las reproducciones impresas de la época.


La ciudad y el puerto de Ibiza
Me gustaría (y así lo hago) empezar por la propia ciudad de Ibiza, mi primer contacto visual con la isla cuando llegué a bordo de uno de aquellos viejos barcos que llegaban hasta el antiguo muelle, junto al obelisco a los corsarios.
Si todavía, ya bien entrado el siglo XXI, es, en verdad, impresionante adentrarse en la bahía y encontrarse, de frente, con el abigarrado, personalísimo y espléndido conjunto urbano del puerto más bonito del Mediterráneo occidental, es fácil imaginar la sensación del que se acercaba, por primera vez, a Ibiza en la cubierta de una de aquellas antiguas embarcaciones.
Por supuesto, apenas había unos cuantos pequeños barcos de pesca y era raro coincidir en los muelles con los buques de las otras líneas de pasajeros.
Huelga decir que no existía la marina del otro lado de la bahía y que el gran muelle donde ahora atracan los transbordadores era la zona de los pequeños pesqueros que acabo de mencionar (mucho más reducida, por supuesto).

Iglesia de San Carlos
El Montesol, a la entrada del paseo de Vara de Rey, era, claro está, el gran hotel de la villa y, junto a El Corsario y Pinocho, conformaba mi trilogía hostelera favorita.

Si no habías asumido el riesgo de llevar tu coche desde la península (cuando veías cómo lo descargaban sobre el muelle, colgado de una red con una muy dudosa capacidad de resistencia, tomabas la decisión de no repetir el mismo error en tu próximo viaje) era una excelente opción alquilar una Vespa. Algo que se hacía, desde luego, con independencia de saber conducirla o no. Eso sí, los cascos no existían en aquellos tiempos.


San Mateo
El campo de Ibiza no ha cambiado tanto.
Si te alejas de la ciudad (y, sobre todo, de San Antonio), desviándote por carreteras secundarias, hasta hoy te sientes transportado en el tiempo.
San Carlos siempre ha sido una de mis áreas preferidas. El mercadillo hippie de Las Dalias nació en los años ochenta, pero el de Es Canar existe desde principio de los setenta y el bar Anita (que sigue siendo el que más me gusta de la isla), desde siempre.
Las zonas rurales de San Carlos son una verdadera maravilla y su iglesia una de las más bonitas de Ibiza. Y, aunque su arquitectura no ha cambiado, ver su imagen, tal como era en aquellos años, es una auténtica delicia.

San Miguel
En la misma zona norte de la isla, pero atravesando esos bonitos campos de tierra roja hacia el oeste, llegamos a San Lorenzo, San Miguel y San Mateo.
No habrán faltado por el camino los pequeños muros de piedra que, tanto entonces como ahora, separan unas propiedades de otras ni los algarrobos y los árboles frutales, tan frecuentes en todas las fincas.
Casas habremos visto muy pocas y menos, aún, se veían antes.
Siempre organizadas alrededor de su iglesia, estas pequeñas poblaciones eran en los años setenta verdaderas maravillas, detenidas en el tiempo. Y seguían siendo enclaves puramente rurales, ya que el incipiente turismo se concentraba en la costa.



Puerto pesquero de Portinatx




En el extremo norte, tenía mucha fama la cala de Portinatx, considerada muy salvaje y natural.
Sus muy extensos pinares ayudaban a mantener un microclima que los visitantes nórdicos apreciaban mucho. El hecho de que era (y es) el punto más alejado de la capital, también contribuía a complementar su fama.
El pequeño puerto de pescadores, al final de la carretera, pasadas las dos calas principales que hay en Portinatx se conserva casi intacto y es un lugar fantástico para nadar en aguas cristalinas, pasear en barca y disfrutar de una puesta de sol bellísima y mucho más tranquila que las más concurridas alternativas del Café del Mar o cala Conta.

San Lorenzo
Volviendo a San Lorenzo, un rústico enclave con pocas construcciones, es bonito recordar lo muy oportuna que resulta la observación de sus lágrimas celestiales (las Perseidas), en la noche del diez de agosto, desde cualquiera de sus solitarios campos cercados, una vez concluidas las celebraciones locales del santo. Ya de buena madrugada, cuando se recupera la tranquilidad y el silencio, es (y lo era aún más en aquellos tiempos) un extraordinario y poco común placer, recibir a la lluvia de estrellas fugaces en lo que representa una impoluta y refrescante ducha de luz para el espíritu.


Aquella lejana Ibiza me fascina y sigue muy viva en mi recuerdo. Pero lo que hemos visto aquí es solo una pequeña muestra. Dejaremos para otro momento la memoria de las demás imágenes de aquel nostálgico pasado que siguen ocupando un lugar destacado en nuestro ánimo.

viernes, 25 de abril de 2014

De islas y playas

Hacer listas de "las mejores playas del mundo" es un ejercicio que vemos repetido muchas veces.
Yo nunca me atrevería a practicarlo, sobre todo por mi desconocimiento de la mayor parte de las playas que existen en el planeta, lo que convertiría mi relación en una propuesta un tanto temeraria, como mínimo.
Sin embargo, sí me parece interesante recordar unas cuantas playas lejanas que conozco y me gustan mucho, buscando en ellas un denominador común: el de estar todas en islas.



Entre las muchas y excelentes playas que se pueden encontrar en las Seychelles, Anse Lazio ocupa uno de los lugares más destacados.
Ya el hecho de estar en la isla de Praslin es una garantía de belleza limpia, natural y salvaje. En su misma isla tiene, desde luego, muchas competidoras que destacan por las mismas cualidades que Lazio.
Sin embargo, como casi siempre pasa con los lugares especiales, esta playa tiene algo, difícil de definir, que la coloca un escalón por encima de las otras que hay en la isla de la Vallée de Mai.
El hecho (insólito) de que, en 2011, dos bañistas fuesen atacados y muertos por un tiburón (se cree que en ambos casos se trataba del mismo), lejos de distanciarla del turismo, solo ha contribuido a aumentar su leyenda.
Su muy famoso restaurante, Bonbon Plume, situado en uno de los extremos de la playa, es uno de los más conocidos de Seychelles y ofrece una comida estupenda y unas vistas magníficas. Junto a él podemos contemplar unos cuantos ejemplares de tortugas gigantes autóctonas, que impresionan al viajero por su descomunal tamaño y perezoso comportamiento.



Sin  dejar el archipiélago, encontramos en la fantástica y salvaje isla de La Digue, una de las playas más espectaculares del mundo: Anse Source d'Argent.
Una playa diferente y extraordinaria, sobre todo por su combinación de grandes y caprichosas rocas de granito, arena blanca y aguas templadas y cristalinas.
Es la playa más bonita que conozco y, por si esto no fuera suficiente, se encuentra en una isla pequeña y tranquila, en la que la vida discurre al ritmo que debería ser el obligado en todas partes y no solo en este verde rincón del Índico con nombre de navío francés.
La Digue está muy cerca de Praslin, por lo que sería imperdonable no visitarla cuando estamos en ella y disfrutar de sus playas y de su particular flora y fauna, como el muy raro atrapamoscas negro del paraíso, un ave en serio peligro de extinción, que solo podemos encontrar en la Veuve Special Reserve.

Las Seychelles son uno de esos lugares en los que la naturaleza se mantiene milagrosamente a salvo de las tropelías del hombre, algo de lo que nos da una buena idea el video "Nature and wildlife in the Seychelles", aunque estas imágenes sean, tan solo, un avance de lo que le espera al visitante cuando se sumerge en la masiva belleza de estas islas extraordinarias.



Situada en pleno Virgin Islands National Park, la playa de Trunk Bay viene siendo considerada, un año tras otro, entre las más bellas del mundo.
Y es digna merecedora de este reconocimiento pues, tanto la propia playa como su entorno, son excepcionales.
Es famoso su paseo submarino por el arrecife de coral, que ofrece un muy interesante recorrido de unos doscientos metros sobre una vida sumergida llena de color y actividad. 
Conviene evitar la playa durante las horas centrales del día, pues su fama es tan grande que nunca faltan visitantes, pese a ser la única del parque en la que se cobra por entrar, pero a primeras horas de la mañana y al final del día se puede disfrutar de ella casi en solitario. Si lo hacemos así, tendremos tiempo, además, para recorrer una isla en la que la naturaleza sigue dominando gracias a que la mayor parte se encuentra protegida por el parque nacional.
La vista sobre el Sir Francis Drake Channel y las Islas Vírgenes Británicas, que nos ofrece el impresionante mirador situado al este de la isla de Saint John, es un espectáculo panorámico de los que dejan huella en el ánimo del viajero.



La isla de Santo Domingo, que incluye los estados de Haití y República Dominicana, cuenta con muy celebradas playas, muchas de ellas en la zona de Bávaro y Punta Cana. Pues bien, Juanillo es, según todos los indicios, la mejor playa de Punta Cana.
Solitaria y extensa, la mezcla de los cocoteros que se esparcen con gracia sobre su arena con las aguas claras, azules, templadas y tranquilas que la bañan, conforma un panorama de extraordinaria belleza. Para completar el marco general, una densa vegetación tropical cierra el escenario por su retaguardia.
Disfrutar de una jornada de playa en Juanillo es un verdadero lujo. Una inmensa y paradisíaca extensión de arena blanca y limpia casi para nosotros solos... sabiendo que, a pocos kilómetros, los turistas se disputan el sitio en sus concurridos y enormes hoteles.

Al comienzo de la bahía, ya sobre la propia arena, nos encontramos con Juanillo Beach Food & Drinks, un pequeño restaurante y bar, perfectamente integrado en el entorno, que nos ofrece todo lo que podemos desear para un perfecto día de playa, incluyendo unos grandes toldos blancos con tumbonas, de utilización gratuita para los clientes del restaurante. La comida es sencilla y excelente, el servicio amable... y el enclave espectacular. Sin duda, uno de los locales más atractivos que conozco y, desde luego, de esos a los que siempre apetece volver. Según dejan bien claro unos oportunos carteles señalizadores (que nos indican, asimismo, la dirección) este genial chiringuito se encuentra, exactamente, a 7.176 km de París, 908 de Caracas, 3.021,98 de Montreal y 1.457,75 de Miami. Una precisión que nos reconforta, en medio de una naturaleza tan poderosa.



De nuevo en el Índico, al norte de Zanzibar y muy cerca de su costa este, se encuentra la isla de Mnemba. No es probable que exista un lugar parecido en todo el mundo. La isla es muy pequeña, con su zona central poblada de vegetación (con algunos dik-dik, que viven felices en ausencia de depredadores) y completamente rodeada de una inmensa playa blanca, con un arrecife de coral a pocos metros de la costa. Es una propiedad privada, con un hotel (si se le puede llamar así), el Mnemba Island Lodge, cuya sofisticación absoluta está basada en un concepto único de lujo, natural y primitivo.
Apenas diez cabañas, sin puertas ni ventanas, se asoman a su playa privada desde el borde de la frondosa vegetación central. No está permitido usar zapatos en ninguna de sus impresionantemente sencillas instalaciones, apenas hay luz eléctrica y, si tenemos suerte, veremos el maravilloso espectáculo de las tortugas que acuden a poner sus huevos en la playa... o el de las recién nacidas, avanzando con lentitud y dificultad hacia el agua.
Los desayunos y las comidas se sirven bajo un discreto cobertizo, frente al mar. Y las cenas, bajo una cúpula de infinitas estrellas, sobre la propia arena de la playa, a unos pasos del agua.
El blanco de la arena casi daña la vista y el azul del agua es de un color turquesa tan intenso que no parece real. No, no es probable que podamos encontrar otra isla-playa-hotel similar a Mnemba en ningún otro sitio. Al menos, en el planeta Tierra.



Si Bora Bora es, de por sí, tan diferente y única que su mera evocación ya nos produce sueños paradisíacos, aún más lo son los pequeños islotes, conocidos como motu, que abundan en su laguna.
La mayoría de ellos están rodeados de su particular arrecife de coral y casi todos tienen vegetación en el centro y arena blanca junto al agua. Cuando te mueves por la laguna, parecen estar invitándote, permanentemente, a que te lances por la borda de tu embarcación y llegues a ellos a nado para dormir a la sombra de sus solitarios cocoteros, entre baño y baño...
El más bonito de todos es Motu Tapu. Y lo es tanto por su muy especial fisonomía, con sus playas apenas emergiendo de las transparentes aguas que lo rodean como, sobre todo, por la magnífica vista de Bora Bora que desde el islote tienen los pocos afortunados que lo visitan.
Pasar una mañana entera o una apacible tarde en Motu Tapu, sin nadie que perturbe tu paz es un regalo de valor incalculable. Aunque seas un avezado viajero, veterano de los grandes placeres de la naturaleza, no dejarás de sentirte cautivado por una sensación incomparable.
Dicen que la laguna formada por el arrecife de coral que rodea Bora Bora es la más bella del mundo y yo suscribo esa afirmación. Muchos han sido mis viajes, en los que he conocido lugares de absoluta belleza, pero si tuviera que elegir un destino para colocarlo en el primer puesto de la lista, mi selección recaería sobre este atolón de la Polinesia Francesa, enclavado en las Islas de la Sociedad. Y sería así porque Bora Bora es, en verdad, la perla encantada del Pacífico.


Seis playas y seis islas. Tal vez no sean las mejores. Y es cierto que hay muchas otras dignas de estar en el grupo de las elegidas por los dioses para conformar el olimpo dorado de las playas divinas, pero doy fe de que estas seis están bien grabadas en mi ánimo como poseedoras de las más bellas y destacadas virtudes. Seguro que Neptuno las visita con frecuencia.

lunes, 21 de abril de 2014

La muy noble villa de Alarcón

Casi a mitad de camino entre Madrid y Valencia, en un impresionante y excepcional enclave de la provincia de Cuenca, nos encontramos con la histórica villa de Alarcón.

Castillo de Alarcón
No es de extrañar que tenga orígenes muy antiguos, ya que su privilegiada situación sobre un pronunciadísimo meandro del río Júcar la convierte en lugar ideal para el asentamiento de una inexpugnable fortaleza.
Fueron los árabes quienes construyeron su castillo, tal vez sobre alguna anterior fortificación.
Su nombre es, asimismo e inequívocamente, de igual origen, pese a que hay quien mantiene que procede del rey godo Alarico II, al que la leyenda atribuye la fundación del pueblo, pese a sus indiscutibles antecedentes iberos y romanos.

Hoy, llegar a Alarcón requiere un pequeño desvío desde la A3 para tomar la antigua carretera general, que pasaba muy cerca de la villa y junto al pantano del mismo nombre, por lo que en estas épocas actuales de urgencias tan innecesarias como generalizadas, son menos los viajeros que se acercan para hacer un alto en el camino y descansar.
Este hecho puede que prive a Alarcón de una mayor afluencia de transeuntes, pero a mí me parece una magnífica circunstancia, que permite a quien renuncia a las prisas disfrutar más sosegadamente de un pueblo que es mucho más que su famoso castillo.

Torre del homenaje
Sin embargo, empezar por su poderosa fortaleza es una buena idea. 
Convertida en 1963 en el atractivo parador de turismo Marqués de Villena, merece una visita y, a ser posible, una reposada estancia entre sus muros. Su gran torre del homenaje, que data del siglo XV, es, sin duda, su elemento más destacado.

Junto a ella, en el patio del castillo, dos altos y nobles cipreses la enmarcan a la vista de quienes observan su majestuosa pared de piedra, coronada por almenas.
Sobre el interior de la  puerta que da acceso a este mismo patio, una placa recuerda que el infante don Juan Manuel, autor de El conde Lucanor, fue señor de este castillo y residió en él.

Pinturas murales de Jesús Mateo
Esta pequeña y bien cuidada villa de poco más de ciento cincuenta habitantes tiene una bonita plaza en la que está su ayuntamiento y la antigua iglesia de San Juan Bautista, en la que el artista Jesús Mateo desarrolló su ambicioso y muy celebrado proyecto de cubrir sus muros interiores con las grandes pinturas murales que han sido reconocidas por la UNESCO como una obra de alto interés artístico.

El resultado es impresionante y ha sido objeto de elogios por parte de múltiples artistas e intelectuales de todo el mundo. El patrocinio oficial de la UNESCO es prueba irrefutable de su valor, si bien para mí, lo más digno de resaltar es el extraordinario contraste que producen los frescos con la original arquitectura interior de la iglesia, cuyas falsas capillas laterales, delimitadas por arcos de medio punto y columnas, adosados unos y otras al muro, se presentan como unidades artísticas casi independientes, formando parte, a su vez, de un todo inseparable.

Pasear por el pueblo en primavera produce un placer intenso que se renueva en cada esquina y se revitaliza con las flores que alegran las rejas de las ventanas de unas casas que suelen contar con patios y bonitos portones de madera.

Otras tres iglesias dentro del casco antiguo se ofrecen a la curiosidad del visitante: Santo Domingo de Silos, la de la Santa Trinidad y Santa María del Campo (actual parroquia de la villa). Todas ellas tienen interés artístico, muy reforzado por el singular entorno en el que se encuentran situadas. 
Otros monumentos civiles, como el propio edificio del ayuntamiento, la Casa de Villena y el palacio de los Castañeda, completan el aspecto señorial del conjunto urbano.  

Como alternativas al parador (aunque sin sus muros centenarios, barnizados de historia) hay varios alojamientos en la villa, entre los que podemos nombrar al hotel Villa de Alarcón, al pequeño hostal Don Juan y a la familiar Posada del Hidalgo de Alarcón.

Santa María del Campo
También encontramos en el interior del pueblo algunos buenos restaurantes, como La Cabaña de Alarcón o La Alhacena, que son algo más interesantes, desde el punto de vista culinario que un parador que, como todos sus congéneres, ha perdido el atractivo gastronómico que antaño se añadía a sus imbatibles ubicaciones.

Con el paso de los años no consigo entender por qué, cuando viajaba en coche con mis padres, pasábamos con tanta frecuencia por aquella carretera. Pero el caso es que lo hacíamos. Y mi madre siempre quería parar en Alarcón. Mi padre, poco aficionado a hacer paradas cuando conducía, lo aceptaba si se trataba de Alarcón y, así, comíamos o tomábamos algo en el parador (recuerdo que la primera vez que lo visitamos estaba recién inaugurado).
Hace unos días he sido yo quien he casi obligado a mi hija a dar un rodeo para hacer una larga parada en el hogar de don Juan Manuel. Allí pude pasear y recordar alguno de los sabios consejos que Patronio diera al buen conde Lucanor en aquellos lejanísimos tiempos en los que Alarcón, la muy noble villa conquense, era mucho más que un bello paraje empujado a la historia por un río, el Júcar, que tuvo el capricho de cerrar su hoz sobre una peña inexpugnable.



martes, 1 de abril de 2014

Bajo la Acrópolis

Para conocer una ciudad no hay nada como vivir en ella.
Es obvio que no descubro nada con esta perogrullesca afirmación, pero viene al caso en este artículo porque si yo conozco razonablemente bien Atenas, es gracias a Eduardo y Carmela Baeza.

El Partenón
Ellos nos invitaron a su casa cuando vivían en la capital griega. Y fue un viaje magnífico, que me permitió descubrir algunos aspectos de la ciudad y del país, ocultos para esos turistas apresurados, que tienen que estar dependientes para casi todo de las agencias y los operadores.

Estar unos días viviendo en un barrio residencial de Atenas, moviéndote como un ateniense más, es un lujo. Un verdadero lujo. 
Y la única manera de entender la vida de un pueblo al que en occidente le debemos casi todo.

Akropolis (Óleo de Leo von Klenze, 1846)
Pasear por las calles poco turísticas de una ciudad con tanta historia siempre te brinda sorpresas interesantes y cuando, como allí sucede, el clima y la buena comida te acompañan, la estancia adquiere una dimensión especial y los recuerdos que genera están tan vinculados a los pequeños rincones apacibles que, gracias a este particular ritmo se han podido conocer, como a los grandes monumentos y a las piedras milenarias.

Por si todo esto fuera poco, Eduardo y Carmela tenían allí su barco, lo que nos permitió convertirnos en miembros ocasionales de su tripulación, vistiendo, desde luego, el preceptivo uniforme blanco de la "Baeza Crew".

Friso occidental del Partenón
Cuando estás en Atenas, por mucho que disfrutes con las noches del Pireo, las excursiones a Delfos y las comidas al aire libre en una de sus infinitas tavernes, tienes que subir a la Acrópolis y pasear, sin prisa, entre los restos de sus templos. Yo siempre he tenido la suerte de hacerlo en días de mucho calor y pocos turistas, una combinación que, para mí, es la perfecta.
Ya sé que las altas temperaturas asustan a muchos visitantes, pero no es mi caso. A mí me entusiasma estar en la más alta cumbre de la cultura occidental, bajo un cielo intenso y azul, con un sol poderoso que proyecta la sombra del Partenón sobre el polvo que cubre la roca de la colina sagrada.

Las cariátides del Erecteión
Las explicaciones históricas y artísticas las dejo para las bien documentadas guías que nos cuentan, con todo detalle, cuanto hay que saber del propio Partenón, los Propileos, el templo de Atenea Niké y mi favorito, el Erecteión y sus cariátides.
Para mí, en contra de lo que muchos aseguran, es fácil trasladarse desde allí a los momentos de máximo esplendor de la Grecia clásica, como también lo es, por desgracia, hacerlo a los de quienes, a través de los siglos, se empeñaron en destruir uno de los mayores patrimonios de la humanidad. Y fueron muchos. Aquí y en tantos otros lugares en los que el odio y la ignorancia triunfan, a diario, sobre la lealtad a la cultura, la historia y la belleza.

El templo de Atenea Niké
Y, tras el atracón de Pericles, Fidias y Calícrates, nada mejor que digerir la Acrópolis pasando la tarde en el barrio de Plaka.
Para acceder a la morada de los dioses, lo más recomendable es hacerlo por su entrada principal (a través de unos Propileos en permanente restauración) porque, entre otras cosas, nos permite una visión más monumental y escalonada de una maravilla que siempre sobrecoge y emociona, a medida que vamos subiendo hacia lo que queda de los templos de la gloriosa Atenea.
Sin embargo, para salir, es mejor hacerlo por el pequeño camino que desciende desde el lado oriental de la rocosa colina y que nos lleva, de inmediato, al barrio más auténtico de Atenas.

Plaka y la Acrópolis
Aseguran que, además, es el más antiguo. Y puede que lo sea.
Sus estrechas y empedradas callejuelas tienen el estilo heredado de los años de dominación otomana.
Enseguida nos damos cuenta de que nos encontramos en un ambiente muy acogedor, luminoso y agradable, desde todos los puntos de vista.
Plaka invita a pasear, a sentarse en sus múltiples terrazas, a rebuscar en sus muy numerosas y pequeñas tiendas... para acabar con una temprana cena en uno de sus acogedores restaurantes.
Yo soy un enamorado de la comida griega y, como tal, Plaka, a la sombra de la Acrópolis, es uno de mis lugares favoritos.
También quedan restos clásicos en el barrio, como la famosa Linterna de Lisícrates, que data del siglo IV a. de C. y ahí sigue, como si el tiempo no hubiese pasado por ella.

Una calle de Plaka
Antes he hablado de una cena "temprana" y no lo he hecho porque yo sea un entusiasta de las bárbaras costumbres nórdicas, sino porque cabe la posibilidad de que haya un espectáculo (tal vez un concierto) en el Odeón de Herodes Ático, un bien restaurado teatro romano, sede del Festival de Atenas. Si es así, no deberemos dejar de asistir. Una velada al aire libre bajo el Partenón (visible, incluso, desde algunos asientos) y con la Acrópolis iluminada sobre nuestras cabezas es, sin duda, algo que merece la pena.
Muy cerca, el Teatro de Dioniso, el mayor de la antigua Grecia y en el que fueron representadas obras de Esquilo, Sófocles y Aristófanes, nos muestra (en un excelente estado de concervación, fruto de una cuidadosa restauración, realizada en el primer tercio del siglo XX) la gran belleza de una exquisita construcción clásica dedicada a las artes escénicas.


El Partenón iluminado
Atenas es mucho más.
Yo me atrevería a decir que es infinita y, por supuesto, eterna, pero en estas líneas solo he querido recoger algunas pinceladas de aquel viaje, ya lejano en el tiempo, que hicimos para visitar a nuestros buenos amigos Eduardo y Carmela, a quienes en esos felices días atenienses bauticé, con justicia, como los Príncipes de la Acrópolis.