jueves, 30 de octubre de 2014

South Beach, Miami

Una postal de South Beach, Miami
Para muchos, no hay más imagen de Miami que la de South Beach

Y, aunque, como es más que evidente, el gran centro urbano del estado de Florida es hoy muchísimo más (de hecho, es una de las áreas metropolitanas con mayor densidad de población de los Estados Unidos), ese barrio de edificios coloristas del sur de Miami Beach, su enorme y animada playa, así como su bien conocido ambiente relajado, festivo, informal y cosmopolita, siguen identificándose en todo el mundo con el espíritu de Miami.

En realidad, Miami Beach es una ciudad diferente de Miami, separada de ella por la bahía Vizcaína, que hoy está integrada en el Parque Nacional Biscayne, mientras que al oeste de la ciudad de Miami se encuentra otro espacio protegido, el Paque Nacional de los Everglades, las eternas ciénagas del Cañaveral de La Florida.

Hoteles en Ocean Drive
Pues bien, South Beach, como su nombre expresa con inequívoca claridad, es la parte meridional de la ciudad de Miami Beach. 
Un lugar, sin duda, muy especial que puede parecer haber quedado parcialmente anclado en el tiempo, pero solo desde el punto de vista arquitectónico y paisajístico, pues el estilo de vida que allí se percibe (y que está muy bien arraigado) es actual y con marcado acento latino.

El ambiente es festivo y desenfadado, con su playa como omnipresente icono, protagonista por el día, y su intensa vida nocturna tomando el relevo, a partir de la caída del sol.

Pero también es notable su bien cuidada y diversa oferta gastronómica y, por supuesto, sus tiendas y galerías, que han adquirido una merecida reputación comercial.
South Beach es un centro de vacaciones puro, especialmente recomendado para el invierno, tanto por el contraste de su clima con el de latitudes más frías como porque en los meses de verano son frecuentes las lluvias en esa parte de la costa. 

South Beach
La línea de hoteles que, frente a la playa, forman el perfil característico de este popular barrio, convertido en destino turístico favorito de europeos y americanos, es uno de los símbolos más universales de South Beah. En especial los que se suceden a lo largo de Ocean Drive, el famosísimo paseo marítimo donde se concentra el mayor número de bares, restaurantes y todo tipo de locales, en los que la música latina juega, con frecuencia, un papel preferente que no pasa inadvertido.

De noche, la combinación de luces de neón y brillantes colores rosas y azules, realza el tradicional estilo Art Decó, convirtiéndolo en un marco de referencia internacional, repetido infinidad de ocasiones en fotos, películas y series de televisión.

El gran hotel de South Beach es el Delano, un paraíso del lujo contemporáneo, donde el diseño más actual se funde con el clásico estilo del viejo Miami. 
El Delano no está en Ocean Drive, sino en su paralela, Collins Avenue, la elegante calle en la que se encuentran las mejores tiendas de South Beach y, tal vez, de todo Miami.

Colony Hotel
Junto a él hay un numeroso grupo de hoteles, todos ellos atractivos y con la ventaja sobre el fantástico Delano de que están en primera línea de playa (aparte del precio, claro).
De ellos podemos destacar el tan fotografiado Colony y, también, el Dream, aunque hay muchos que están muy bien, con buenas vistas y, en la mayoría de los casos, con acceso propio a la playa. Algunos, como el propio Dream, tienen, además, una bonita piscina en la terraza superior, en la que refugiarse cuando la bandera morada (la bandera morada avisa de "fauna marina peligrosa") está izada en los puestos de vigilancia de la playa.

Si se nos presenta la oportunidad para hacerlo, cenaremos en The Bazaar by José Andrés, el restaurante del asturiano José Ramón Andrés Puerta, cuya fama en Estados Unidos alcanza de costa a costa. En cualquier caso, encontraremos multitud de lugares para comer bien, a la medida de todos los bolsillos y preferencias. 

Y si los restaurantes abundan, no digamos los bares, casi todos ellos especializados en cócteles tropicales, en los que el ron, la piña y el coco son ingredientes habituales. Lo mejor, para dejarse guiar, es seguir las recomendaciones del South Beach Magazine, que no fallará en darnos a conocer el último lugar de moda.

Baywatchers
Cuando nos movemos por Ocean Drive, paseando con la espontánea naturalidad que todo visitante de Miami adquiere al poco tiempo de estar hospedado en South Beach, es difícil imaginarse que a finales del siglo XIX todo este terreno no era más que una larga sucesión de plantaciones de cocoteros y explotaciones agrícolas, que no comenzaron a convertirse en una lejana aproximación a lo que es hoy hasta las primeras décadas del XX, viendo su desarrollo brutalmente paralizado en 1926 por el terrible huracán que asoló toda la zona, provocando que el sur de Florida anticipase su particular gran depresión económica a la del resto del país, que no llegaría hasta tres años más tarde, justo cuando Miami ya estaba recuperándose de su casi total destrucción por las violentas fuerzas de la naturaleza. 

Puesto de vigilancia en la playa
En los últimos años, no es exagerado decir que Miami se ha convertido en la verdadera capital virtual de latinoamérica, ya que es la sede de buen número de multinacionales, cuyo cuartel general para iberoamérica está allí instalado.
Es, asimismo, un importante centro financiero regional y su crecimiento económico es notable y continuado, lo que no impide que South Beach mantenga su encanto especial y esa personalidad latina y festiva que convierte a estas pocas manzanas del sur de Miami Beach, en el destino soñado por tantos viajeros de uno y otro lado del Atlántico. Bienvenidos todos a South Beach.

miércoles, 22 de octubre de 2014

Otra mirada a Roma

Un viaje improvisado suele ser una eficaz terapia contra el agotamiento mental y el desgaste de la rutina del día a día. Y para que sus efectos sean, aún, más notables, conviene decidirlo en el último momento y sin hacer grandes preparativos. Si, además, nos vamos a un lugar en el que el arte y la historia nos envuelven, sin posibilidad de la más remota escapatoria, habremos multiplicado nuestro éxito.
Roma es el destino perfecto para combinar estos imprescindibles paliativos emocionales para combatir la fatiga del espíritu.
La ventaja principal de Roma es su patrimonio es universal, por lo que no es probable que paseemos por sus calles o nos asomemos a las balaustradas del Tíber sin sentir que estamos volviendo a casa. A una casa que es la nuestra desde hace unos dos mil años (y lo digo con la intención expresa de quedarme muy corto en el tiempo).

El Anfiteatro Flavio, conocido como Coliseo
Lo normal es viajar muchas veces a Roma. 
No es necesario buscar una excusa. Basta con ir. 
Cuantas más sean nuestras visitas a la ciudad que fundó Rómulo, mejor disfrutaremos de una estancia corta junto a sus casi incontables piedras milenarias, perdiéndonos por sus infinitos rincones.

Conocer Roma es imposible, ni siquiera aprendiéndose de memoria los dos tomos que editara mi bisabuelo en El Progreso Editorial, allá por 1889, así que no hay que esforzarse en el vano intento de abarcarlo todo.
Lo mejor que podemos hacer, superados los recorridos imprescindibles en nuestros anteriores viajes, es movernos sin rumbo fijo, observando cuantos detalles seamos capaces de abarcar y que, seguramente, nos habían pasado inadvertidos en otras ocasiones. La sensación de ver por primera vez algo que lleva en el mismo sitio varios cientos de años (o de lustros) nos invade cuando vamos andando, sin prisa, por una ciudad que sigue iluminando la historia del mundo.

Detalle del Arco de Constantino
Como casi todos los grandes monumentos de Roma, los foros imperiales nos siguen hoy ofreciendo perspectivas nuevas cada vez que nos acercamos a ellos, algo que nos ocurre hasta con el propio Coliseo, el Anfiteatro Flavio, cuya inauguración se celebró con cien días de festejos. 

Comparado con el Coliseo, el Arco de Constantino, es moderno, pero su edificación en la Via Triunphalis, al pie del monte Palatino (mi colina favorita de las siete de la vieja Roma) y la vista que desde su emplazamiento se contempla del gran anfiteatro, le confieren un aspecto imponente, que debió serlo, mucho más, en los tiempos del IMP · CAES · FL · CONSTANTINO · MAXIMO · P · F · AVGVSTO (Emperador César Flavio Constantino, máximo pío y bendito Augusto), como reza la inscripción que lo corona. Otras, sobre los arcos menores, hacen votos conmemorativos de su décimo y vigésimo aniversario del "liberador de la ciudad", como en el propio monumento se resalta.

Templo de Rómulo
Ya en el interior del recinto de los foros, el Templo de Rómulo siempre me ha llamado la atención, tanto por la solución arquitectónica de su fachada (que, más tarde, tendría gran influencia en un buen número de monumentos), como por el hecho insólito de conservar su magnífica puerta original de bronce y sus dos rojas columnas, de estilo corintio, de pórfido, lo que no deja de ser asombroso, sobre todo si tenemos en cuenta que la ciudad ha sufrido múltiples saqueos en el transcurso de los siglos.

También me impresiona observar las ocho columnas que quedan en pie, desafiando al tiempo, de la tercera reconstrucción del Templo de Saturno, una de las construcciones más antiguas de la primitiva República Romana, que tenía la nada intrascendente función de guardar las reservas de oro y plata de la ciudad, así como de custodiar los archivos de Roma. Hay que ser muy insensible para no impresionarse con el efecto que sus esbeltas columnas jónicas, erguidas sobre un alto podio, y su casi intacto frontón nos ofrecen cuando las observamos a contraluz desde cerca, con su inscripción frontal sobre nuestras cabezas, recordándonos cómo fue levantado de nuevo, tras un incendio en el siglo III.

Templo de Saturno
Caminar entre los vestigios de la historia de Roma, pisando las mismas piedras que sus antiguos habitantes y sentándote a descansar un rato sobre el mármol de una noble columna caída, es una invitación permanente a que cuestionemos el grado de sensatez que tiene el hecho de que millares y millares de personas paseen distraída, alegre y, muchas veces, irresponsablemente, por un terreno cuyo auténtico valor histórico y cultural es, de todo punto incalculable.

Y no puedo evitar sentirme como un bárbaro que horada con sus modernos zapatos lo que queda de unas calzadas pensadas para las sandalias del populus romanus. Hasta el huno Atila y el cartaginés Aníbal, grandes enemigos de Roma, fueron más respetuosos con la capital del mundo antiguo que nosotros, las hordas de bárbaros turistas que avasallamos la historia de la humanidad con el poder que nos confiere un puñado de miserables dólares, euros, rublos o yenes...

"Goza en las tuyas sus reliquias bellas
para envidia del mundo y sus estrellas".
Estos últimos versos de Rodrigo Caro, en su Canción a las ruinas de Itálica, retumban en mi mente cada vez que pienso en ello. Y eso que él, por lo menos, le hablaba a Fabio en medio de campos de soledad. No puedo imaginarme lo que diría hoy, ante las de Roma.

Bajando del Capitolio

Dejando atrás los foros y el Palatino, me gusta subir hasta la colina Capitolina, tan cargada de historia, y asomarme a la tristemente célebre roca Tarpeya, echar un vistazo a la loba Luperca, saludar al Marco Aurelio ecuestre original (o a su réplica exterior), observar las proporciones de la plaza diseñada por Miguel Ángel y descender hacia el Campo de Marte por la muy curiosa escalera-rampa, accesible a peatones y, también, para jinetes montados sobre sus cabalgaduras. Mientras bajo, suelo mirar de reojo el lateral del Altar de la Patria que, visto parcialmente y medio oculto por la vegetación y la inacabada y austera fachada de Santa María de Aracoeli, parece hasta bonito. Por cierto que de esta basílica, sin duda digna de ser visitada, casi siempre me acuerdo cuando ya estoy abajo (y sus larguísimas escaleras me desaniman a reemprender la empinada ascensión para volver a verla por dentro).


Una esquina del Trastevere
Comer en el Trastevere es estupendo, por lo que suelo acercarme a él tras dar un rodeo para llegar hasta Santa Maria in Cosmedin y volver a tocar el mármol del antiquísimo rostro de lo que yo sigo manteniendo que hace dos mil años fue una fuente y en nuestros días es una atracción turística de primera magnitud, sobre todo, después del susto que Peck dio a Hepburn durante el rodaje de "Vacaciones en Roma" (que fue real). 
Me refiero, claro está, a la Bocca della Verità, con cuya imagen barbuda creo que guardo una cierta similitud, lo que aumenta mi simpatía por la popular reliquia del siglo I.

El Panteón de Adriano

Tampoco es mala alternativa dejar el Trastevere para la noche y comer en la vieja Pizzeria da Baffetto, en la via del Governo Vecchio (tiene una sucursal, pero solo me gusta la antigua), no demasiado lejos del más importante monumento de la Roma clásica: el Panteón. 

El Panteón es lo que siempre hay que ver cuando uno va a Roma. Una obra de arquitectura e ingeniería sin parangón en la historia. 
Todavía me pregunto cómo fueron capaces de construir una cúpula de tan grandes dimensiones con los medios y la tecnología de la época. No solo es el monumento antiguo mejor conservado de la vieja capital imperial, sino que es un edificio de una belleza absoluta, casi imposible de superar.
Fue levantado en tiempos de Adriano, sobre los cimientos de un anterior templo de la época  de Agripa, siendo este nombre el que aparece en el friso del pórtico actual, lo que indujo, durante muchos siglos, al error de pensar que se trataba del templo original. Todo apunta a que Adriano (poco proclive a poner su nombre en las obras públicas realizadas bajo su mandato) quisiera mantener el del promotor del que se construyó unos ciento cincuenta años antes.

Cúpula del Panteón
No sé si realmente fue, tal como algunos especulan, Apolodoro de Damasco su arquitecto, pero lo que sí nos consta es que fue la obra de un genio capaz de hacer que la mayor cúpula de hormigón de la historia se mantenga como nueva veinte siglos después y, no conforme con ello, conseguir un espacio de proporciones perfectas e impactantes, tanto desde el punto de vista técnico como del estético. 

Yo nunca me canso de colocarme bajo su óculo central para ver como entra la luz en su interior, dotando al revestimiento interno de la cúpula de un efecto luminoso nítido y, a la vez, difuminado, mientras aligera el peso de la estructura, consiguiendo que disminuya la tremenda presión que se ejerce sobre los muros. Nunca he estado allí el día de Pentecostés, pero debe ser fantástico ver como descienden, desde el perfecto círculo de la linterna que corona la cúpula, miles de pétalos de rosas rojas, en representación de la venida del Espíritu Santo, en forma de lenguas de fuego (de ahí el color de los pétalos), sobre los apóstoles. Como es lógico, el fondo musical de este espectáculo lo constituye un coro entonando el Veni Creator...



Ángel de Paolo Naldini, copia del original de Bernini
El tiempo en Roma, como todos sabemos, es eterno pero, pese a ser así, tarde o temprano tendremos que acabar en el Vaticano. Para ello, lo mejor es seguir el curso del río hasta alcanzar el puente de Sant'Angelo, afortunadamente peatonal, que data de la misma época que el Panteón, aunque el responsable de su aspecto actual es Bernini, quien diseñó sus dos hileras de ángeles, cada uno de los cuales lleva en sus manos un instrumento de la pasión de Cristo.
Casi todo el mundo coincide conmigo en la opinión de que se trata del puente más bello de Roma, tanto por sus elegantes arcos antiguos sobre las aguas del Tíber, como por enmarcar con tanto arte el impresionante Mausoleo de Adriano (conocido hoy como el castillo de San'Angelo), al que es imposible acercarse sin escuchar, en el interior de nuestra mente, el aria de Cavaradossi.

El Ángel y la gaviota se observan en silencio
Mientras lo cruzo, siempre busco las dos imágenes creadas, personalmente, por Bernini (las dos mejores) que, desde luego, no son las originales, pero sí unas excelentes copias cuyo blanco intenso, manchado por el paso de los años, se recorta contra el azul del cielo romano. 
También se obtiene desde el puente una magnífica vista de la cúpula de San Pedro, en la que merece la pena recrearse un buen rato.

Son tantos los detalles que se observan durante un breve viaje de un par de días a Roma que sería inapropiado relacionarlos aquí, así que los guardo para otra ocasión. O, mejor aún, volveré a vivir otros nuevos en cualquier momento. En cuanto haga otra visita imprevista y fugaz a Roma.



























lunes, 13 de octubre de 2014

El nuevo MAN

En realidad, el equívoco que puede producir el título de este artículo nos conduce al hecho de que sí hablamos del hombre, pero en su sentido genérico, al hombre y su historia, a través de los siglos.

El MAN es el Museo Arqueológico Nacional, que ha reabierto sus puertas en Madrid, tras cinco años de obras y una profunda y acertadísima remodelación.
Se encuentra, como es bien conocido de todos y, en especial de los madrileños, en el gran edificio neoclásico compartido con la Biblioteca Nacional de España, con entrada por la calle de Serrano, junto a la plaza de Colón.

Los tesoros que guarda son de valor incalculable y, ahora, los podemos disfrutar mucho mejor, gracias a unas nuevas instalaciones orientadas a una visita más sencilla y cómoda, pero que mantiene todo el esplendor y grandeza de las magníficas piezas que allí se exponen.
Una parte significativa del patrimonio cultural mueble de lo que nuestra historia nos ha legado, desde los muy lejanos tiempos prehistóricos hasta la Edad Moderna, al que se le incorporan aportaciones que provienen de Oriente Próximo, Roma, Egipto, Nubia y Grecia. Juntas conforman una colección que merece la pena recorrer con ojos bien dispuestos y espíritu receptivo, pues nos encontraremos ante muchos objetos, reliquias y muestras artísticas de naturaleza diversa y excepcional.
La numismática también tiene su lugar en las salas del museo, en las que no faltan monedas singulares, muy valiosas y, desde luego, extraordinarias.

Para la mayoría de los expertos, la Dama de Elche (el gran busto íbero de piedra que estuvo, durante algún tiempo, expuesto en el Museo del Prado) es la joya del museo. 
Esta escultura que, sin duda alguna, es la más famosa de nuestra antigüedad, data del siglo V (tal vez IV) a. C. y fue descubierta en 1897 en Helike, un asentamiento íbero y romano, próximo a la ciudad de Elche. 

Dama de Elche
Parece claro que tenía un destino funerario y, aunque la opinión más generalizada es que representa a una bella e idealizada mujer íbera, yo no descarto que sea la imagen de una diosa, vestida con las joyas, ornamentos y vestiduras propias de una dama noble de la época.
Su belleza es indiscutible y podríamos pasar horas admirándola sin percibir, apenas, el paso del tiempo. Es la obra de un gran escultor, heredero de las mejores virtudes artísticas de la Grecia clásica.
Nadie puede dudar las reminiscencias que el fabuloso atuendo de su tocado ha transmitido a los más modestos (en comparación al de la gran dama ilicitana) que lucen, orgullosas, las falleras modernas.

Sin embargo, son muchos más los hitos que se exhiben en el museo.
A mí me maravilla el Tesoro de Guarrazar, ese conjunto de impresionantes joyas de la orfebrería visigoda que fue encontrado, a mediados del siglo XIX, cerca de Toledo, en la huerta del mismo nombre de la localidad de Guadamur. 

Corona de Recesvinto
Sus piezas, a excepción de la corona de Suintila (robada en 1921 y nunca encontrada, o los varios cinturones que, asimismo, desaparecieron) están repartidas entre el Musée Cluny de París, la Armería del Palacio Real y el MAN.
De todas ellas, la corona del rey Recesvinto es la más notable de cuantas se han recuperado entre lo que fue escondido por los clérigos de los templos toledanos para evitar que cayera en manos de los invasores árabes, que fundieron metales preciosos y reutilizaron las gemas de una buena parte de cuantas riquezas obtuvieron allí, tras su conquista.

Mi tercera pieza favorita es la Bicha de Balazote, el toro de cabeza humana localizado en un yacimiento arqueológico de la provincia de Albacete (en la que se han hallado muchos restos antiguos y no tengo duda de que permanecen enterrados muchos más). Está catalogado como del siglo VI a. C. y parece parte de un monumento funerario. Su hierático gesto me resulta familiar, pero no soy capaz de recordar a quién se parece... puede que a algún antiguo profesor mío o, añadiéndole gafas, a un político actual, no estoy muy seguro. También puede que, como dicen, sea una representación del dios Aqueloo, el más antiguo y poderoso de los espíritus de agua griegos que, en su día, atacase a Hércules convertido en toro. Todo es posible.

Livia
La bellísima estatua de Livia, tercera esposa del emperador romano Augusto, realizada en mármol blanco, es otra de las cumbres del MAN. Original del siglo I, nos presenta a la madre de Tiberio sentada y tanto su rostro como su túnica y manto, esculpidos con una elegancia singular que realza su serena majestuosidad, ayudan a interpretar a Livia como lo que llegó a ser, tras su deificación por su nieto Claudio: una auténtica diosa.
El Marqués de Salamanca financió la excavación que la trajo a Madrid desde las ruinas de Paestum, una de las zonas arqueológicas mejor conservadas de Italia, que me impresiona por la grandeza y el perfecto estado de sus templos griegos. Es visita obligada para quien viaje al sur de Salerno.

Dama de Baza
Sentada, también, está la tercera gran dama del museo, la de Baza, una escultura íbera del siglo IV a. C., encontrada muy recientemente (1971) en la necrópolis de la antigua Basti, junto a la granadina localidad de Baza.
Su rostro no tiene la perfección de los rasgos de la de encontrada en Elche, sino que, pese a su entronización y a la solemnidad de su enterramiento en una subterránea cámara funeraria (parece que la escultura representa a la mujer cuyos restos allí reposaban), tiene un carácter algo más humano, sin renunciar a la solemnidad que muestran su gesto y postura.
Conserva una buena parte de la policromía original que cubría la piedra caliza en la que está tallada y junto a ella aparecieron armas, piezas metálicas diversas y vasijas adornadas con dibujos de vivos colores, que parecen ofrendas a una reina o señora de rango muy destacado.
Llaman la atención sus enormes pendientes de forma cúbica y el ave azul que mantiene en su mano izquierda...

Sería imposible seguir recogiendo en estas líneas ni siquiera una mínima parte de lo expuesto en el museo (que no deja de ser una pequeña muestra del más del millón de piezas catalogadas en sus archivos). 
Fuera, junto a la verja de entrada, está el acceso a la réplica del techo de una parte de las cuevas de Altamira. No conviene pasar de largo por su lado...

No hay excusa para no ir a visitar el Museo Arqueológico Nacional si se dispone de algo de tiempo en un Madrid que tiene tanto que ofrecer al viajero que, necesariamente, le complica la gestión del mismo durante su estancia en la capital. Pero es un crimen pasear por la calle de Serrano, mirando las vitrinas de sus bonitas y llamativas tiendas actuales, sin guardar una parte para dedicarla a un escaparate mucho más largo y profundo, el de la historia de nuestros pueblos y nuestra cultura. 
Yo creo que no es difícil encontrar un par de horas para adentrarse en un mundo que, además de ser patrimonio de todos, ha hecho posible que estemos hoy aquí.

sábado, 11 de octubre de 2014

David Roberts en Egipto

Autorretrato de David Roberts
Egipto es una tierra fascinante, histórica, monumental y grandiosa, pero si la vemos a través de los románticos dibujos, pinturas y grabados de David Roberts, alcanza una dimensión especial e idealizada que, con toda probabilidad, tiene el serio riesgo de que nos guste más que la realidad actual, la que podemos observar, personalmente, en un viaje a la tierra de los faraones.


Luxor desde el Nilo

Roberts tuvo la ventaja sobre nosotros de viajar a Egipto en 1838, lo que le proporcionó una imagen muy distinta del país y sus monumentos con respecto a la que hoy presentan. 
Su particular visión de la perspectiva, tan eficaz para agrandar lo más importante ante nuestra vista y empequeñecer los detalles complementarios, dotándolos de un colorido especial y contrastado con los motivos principales, dota a sus ilustraciones de una belleza singular, romántica y misteriosa que cautiva a quien se enfrenta a ellas.



Tras desembarcar en el puerto de Alejandría el 24 de septiembre del año 1838, se dirigió primero a El Cairo para, pasados unos días en la ciudad, remontar Nilo arriba hasta alcanzar los territorios del Alto Egipto y Nubia. Después de un mes de travesía, llega hasta Abu Simbel, cuya grandeza le impresiona hasta el punto de asegurar en su diario que ver este templo justifica, por sí mismo, todo el viaje.



Karnak

De vuelta por el río hasta El Cairo, continúa su ingente labor, realizando un total de más de cien apuntes y dibujos que serán la base para el desarrollo posterior de su gran obra.
Ya en la capital de Egipto, decide quedarse durante un mes más, en el que vive inmerso en la ciudad, por la que se mueve vestido de árabe y dibujando personajes, monumentos y calles.

La duración total del viaje fue de tres meses y le proporcionó material para continuar trabajando durante años en Inglaterra, sobre los bocetos y apuntes recogidos hasta completar una colección de pinturas y grabados excepcional, que ha pasado a la historia del arte como una de las más relevantes de una categoría que adquirió gran popularidad en su tiempo.

Es cierto que, después de su muerte, el reconocimiento de la obra de Roberts bajó en apreciación y sus trabajos pasaron de moda, pero, con el paso de los años, han vuelto a ser valorados como merecen.

Edfu

David Roberts había nacido en el seno de una familia muy humilde en un suburbio de Edimburgo, el día 24 de octubre de 1796, y carecía de formación artística, así como de tradición familiar en el mundo de las artes plásticas. 
Fue solo su talento natural y su capacidad de aprender en sus primeros trabajos como escenógrafo, asimilando sus conceptos y técnicas, para adaptarlos al estilo que luego desarrollaría como propio y justificaría su fama, lo que le permitió hacer una carrera brillante y pasar a la posteridad como uno de los grandes pintores románticos de temas exóticos y de viajes.


En nuestros días, siglo y medio después de la muerte de Roberts, es un placer viajar por el Nilo llevando en el equipaje una copia de sus grabados. La grandeza de las ruinas se agiganta al mezclar en nuestra retina unas y otras imágenes. El propio río difumina sus poderosas orillas y sus caudalosas aguas para suavizarlas con los colores del artista escocés que volcó en ellos la fantasía perpetua de una época que, tal vez, nunca existió más que una vez que hemos conocido su obra. 

Kom Ombo
Hoy, el Nilo está repleto de horribles y lujosos cruceros que desaniman a cualquier espíritu un poco sensible a considerar la posibilidad de perturbar a Hapi y perjudicar la historia milenaria del río cruzando sus aguas a bordo de semejantes adefesios. Por suerte, aún quedan (no muchos) algunos barcos, como el Steam Ship Sudan, en los que se puede viajar sin correr el serio riesgo de sentirse cómplice de la decadencia de la civilización egipcia. Lo mismo pasa con los hoteles. Apenas hay tres en los que podamos alojarnos: el Mena House, en Gizah, el Winter Palace en Luxor y el Old Cataract, en Assuan, aunque ninguno de ellos es ya lo que fue, desde luego. En cualquier caso, como en el Nilo, es imprescindible llevar con nosotros los dibujos de David Roberts. Sin ellos, moverse por los dominios de Ramsés II, Nefertiti o Tutmosis III es un empeño estéril.


Abu Simbel
Roberts ingresó en la Royal Academy en 1841, tres años después de su regreso de Egipto.
En España, podemos hoy admirar cuatro de sus obras (sobre tema español y no egipcio) en el Museo del Prado de Madrid. 
Hay un libro (editado por American University in Cairo Press, en 1999), bajo el título  Egypt: Yesterday and Today. Lithographs and Diaries by David Roberts, R.A., con textos de Fabio Bourbon y fotografías de Antonio Attini, que es una magnífica aproximación a los trabajos del artista de Edimburgo, muy recomendable para disfrutar de un Egipto desconocido para el viajero actual y que nos sumerge en un pasado en el que moverse por el mundo era mucho más que hacer turismo.


Esna

Demos las gracias a este gran artista británico, David Roberts, hijo de un humilde zapatero de Stockbridge, por ayudarnos a vivir en el siglo XXI un recorrido fantástico y lleno de romanticismo, que solo era posible realizar en el XIX... y a través de los ojos y los pinceles de un artista genial, que nos regaló su visión de Egipto, un legado que ya será nuestro para siempre.

miércoles, 8 de octubre de 2014

El cielo de Madrid y Velázquez

Pocas veces la contemplación del cielo ha dado lugar a más comentarios y alabanzas de escritores, poetas e, incluso, del pueblo llano, como en el caso de Madrid.

La fragua de Vulcano
Lo que, a primera vista, resulta más curioso de este hecho, tan arraigado en el acervo popular, es que el viejo poblachón manchego que se convirtió en capital de los reinos de España por decisión de Felipe II, en 1561, no goza, ni mucho menos, de una situación teóricamente idónea para propiciar una contemplación paisajística de excepción, al no estar situado, como sí lo están muchas otras grandes ciudades (su antecesora en la capitalidad, Toledo, por ejemplo), en las orillas de un caudaloso río o al borde de una pintoresca y amplia bahía.
Y, sin embargo, el cielo de Madrid tiene unas virtudes que casi podríamos calificar de únicas y poco frecuentes en las grandes urbes situadas tierra adentro y, por lo tanto, carentes de la posibilidad de beneficiarse de los efectos de esas brisas marinas que suelen mover las nubes con celeridad y producen efectos escénicos dramáticos y coloristas con una regularidad que todos conocemos y admiramos como bien merecen.

¿Qué hace, entonces, posible el milagro de los cielos de Madrid?
Parece indiscutible que la respuesta está en su luz. Velázquez solía decir que la luz de Madrid era transparente, en contraposición a la de su Sevilla natal, mucho más intensa y saturada a los ojos de un artista.

Felipe IV
Para un pintor de la sensibilidad del gran Diego Rodríguez de Silva y Velázquez, esta especial característica era de vital importancia, ya que sus obras siempre se ven influenciadas, en mayor o menos medida, por la luz del lugar en el que realizan sus obras. Los grandes artistas conocen muy bien la repercusión que el ambiente, más o menos pigmentado, de la atmósfera que les rodea tiene en la ejecución y, desde luego, en la percepción de su trabajo.


El secreto de la luz transparente de Madrid está a unos cuarenta o cincuenta kilómetros al norte de la capital, y se llama Guadarrama, la sierra de Madrid. El pulmón que regenera y filtra, desde sus cumbres, pinares, ríos y valles el aire que desde allí llega a una ciudad que, pese a la terrible y nociva contaminación de su tráfico (no hay, ni ha habido, una industria severa que, como en otras urbes, contribuya con sus humos a empeorar el ya de por sí grave efecto de la circulación de vehículos movidos por combustibles derivados del petróleo), la gran mayoría de las mañanas de primavera, otoño e invierno mantienen el privilegio de disfrutar de un aire transparente, en especial en la zona más septentrional de la villa y, desde luego, en toda la periferia que se acerca a la sierra. 



La túnica de José
Así, los cielos de Madrid han alcanzado una bien ganada fama, tanto entre los nativos de la villa y sus residentes como en quienes la visitan, pues disfrutan, a poco que tengan a bien levantar su mirada, de unas frecuentes combinaciones de azules claros y profundos, muchas veces adornados por ligeras o poderosas nubes que pasan de un blanco vigoroso al naranja, al rojo e, incluso, al violeta más encendido.

Ver el cielo de Madrid es un viaje en sí mismo. 
Los madrileños tenemos la suerte de poder movernos a diario por un espacio infinito de sorpresas que se extienden hacia un horizonte que parece mayor de lo que abarca, quizás por el efecto que produce la especial orografía de la comarca que rodea nuestra ciudad.

El triunfo de Baco
Sea por lo que sea, no es necesario en nuestro Madrid ascender hasta las alturas para sentirse inmersos en ese espacio transparente y aéreo al que llamamos cielo. A esa inmensa e imaginaria cúpula en la que las nubes caprichosas se esfuerzan, afanosas, por ocupar el lugar más apropiado a su forma, a su color, al reflejo que la luz produce sobre su (solo en apariencia) nada gaseosa naturaleza. Basta con mirar. Probablemente, Velázquez hizo eso cuando llegó aquí hace casi cinco siglos: miró al cielo de Madrid. Y desde ese momento, sus colores fueron puros, porque esa nueva luz con la que se encontró en la corte no era capaz de matizar los óleos de su paleta. Gracias a ello, tal vez, hoy vemos en sus cuadros unos tonos personales, diferentes, pero inseparablemente unidos a esa luz incolora que nunca llegó a manchar los pinceles del gran maestro sevillano que ya es patrimonio de toda la humanidad.

La rendición de Breda
A lo largo de este viaje de nuestra mente por el cielo de Madrid, he ido repartiendo entre el texto unas cuantas composiciones en las que me he atrevido a combinar fragmentos de algunas de las obras más conocidas  de Diego Velázquez con una selección de las excelentes fotografías que del cielo de Madrid, tiene realizadas Luis García.
El genio de Velázquez y el eterno cielo de la villa del oso y el madroño... 
¿Alguien necesita más para emprender un viaje fantástico que empezó en la corte de Felipe IV, hace quinientos años?

viernes, 3 de octubre de 2014

Buda y Pest

Monumental y grandiosa, Budapest impresiona al visitante que se acerca hasta la orilla de un Danubio que parece engrandecerse a su paso por la capital húngara.
Sin embargo, como todos bien sabemos, Budapest no es una ciudad, sino dos (o tres, si contamos a Óbuda, la "Antigua Buda"), Buda y Pest, fusionadas en 1873.


Escudo de Budapest
La ciudad de Buda había sido la capital de Hungría hasta la dominación turca y no recuperó su capitalidad hasta 1784, casi un siglo antes de su unión con Pest para formar la actual Budapest. Se encuentra situada en la orilla occidental del Danubio (la derecha) y contrasta su accidentada orografía con la más llana de Pest, en la otra margen del río.
Probablemente fue la existencia de estas colinas junto al gran cauce del Danubio lo que decidió a sus primeros pobladores a instalarse aquí, ya que sus posibilidades de defensa frente a un ataque exterior eran mucho mejores que en el terreno sin relieve que se extendía junto a la margen izquierda, más indicada para actividades agrícolas y con menor protección natural.


Castillo de Buda
El enorme Castillo de Buda fue el palacio real de Hungría y sobre la misma colina en la que se alza el edifico impresionante que vemos hoy reflejándose en las serenas aguas del gran río, estuvieron todos los que le precedieron, sucesivamente destruidos. 
Su máximo esplendor lo alcanzó en el reinado de Matías Corvino, durante la segunda mitad del siglo XV.

Muy cerca del palacio y junto al monumento de la Santísima Trinidad, podemos admirar la iglesia de Nuestra Señora, conocida popularmente como "Iglesia de Matías", con su esbelta torre y sus reminiscencias góticas, matizadas por influencias de muchos estilos, en la que fue coronado Francisco José I de Austria como rey de Hungría, en 1867. Destacan en ella sus frescos y sus notables vidrieras.
También en las proximidades del castillo y de la iglesia se encuentra el célebre Bastión de los Pescadores, con sus siete blancas torres custodiando la estatua del rey San Esteban y cuyos miradores ofrecen magníficas vistas sobre el Danubio y la orilla de Pest.
Asimismo, se encuentra en Buda la Galería Nacional Húngara (Magyar Nemzeti Galéria), un interesantísimo museo que alberga una bella colección permanente y es sede de frecuentes exposiciones temporales.

Condesa Ilona Andrássy
Bajo el palacio, una galería de túneles forman el llamado "Laberinto del Castillo de Buda", cuyo origen se remonta a épocas remotas y que ha tenido todo tipo de usos a lo largo de la historia. Un curioso recorrido que puede hacerse con la sola iluminación de una lámpara de aceite, lo que incrementa la emoción de la visita, que adquiere tintes misteriosos en tan precarias condiciones de iluminación. 
El conocido "Museo del Hospital en la Roca" es otra cercana curiosidad bajo tierra. Una reproducción fidedigna del refugio subterráneo que hizo funciones de hospital de campaña durante la Segunda Guerra Mundial, en el que sirvió como enfermera-jefe, al frente de las valerosas y esforzadas voluntarias de la Cruz Roja (muchas de las cuales murieron durante el asedio al castillo), la condesa Ilona Andrássy, una bella aristócrata húngara, cuya mirada desde su foto de carnet sigue conmoviendo a quien pasa frente a ella. Es difícil no encontrar en su rostro un inquietante parecido con otra enfermera, Larissa Antipova (Lara), interpretada por Julie Christie en la inolvidable versión cinematográfica de Doctor Zhivago. 


Balneario Gellért
Sin abandonar la margen derecha del río, merece la pena conocer el balneario Gellért, uno de los baños termales más bonitos de una ciudad en la que abundan estos establecimientos, muy populares desde tiempos remotos. El hotel Gellért es, muy probablemente, el más famoso de todos ellos y destaca por su arquitectura elegante y clásica, así como por su cuidada decoración, con abundantes mosaicos, estatuas y columnas.

En nuestros días es un complejo hotelero con unas instalaciones termales heredadas de la más exquisita tradición romana y turca que, además, goza de una posición privilegiada, con excepcionales vistas.


Puente de las Cadenas
Cruzando en Puente de las Cadenas, esa gran obra de ingeniería inaugurada en el año 1849, de personalísima fisonomía y símbolo de la ciudad, se llega a la antigua ciudad de Pest.

Este puente colgante, con un vano central que supera los doscientos metros, fue el primero de todo el tramo húngaro del Danubio y, desde su construcción, es imagen inseparable de la bellísima capital magiar. 
Impresiona pensar que fue volado durante la defensa de Budapest por las tropas alemanas que defendían la ciudad del asedio soviético, en uno de los episodios más sangrientos de la Segunda Guerra Mundial. Por suerte, fue reconstruido en 1949 y pudo celebrar en pie su centenario.


Basílica de San Esteban
Ya en Pest, nos encontramos con el Gresham Palace, un bonito edificio convertido en el mejor hotel de la capital de Hungría, el Four Seasons Budapest, uno de esos lugares privilegiados en los que pasar una noche o, al menos, tomar un té acompañado por un Rigó Jancsi en su terraza (o en el interior, junto a sus amplios ventanales) es una experiencia que nos sumerge con suavidad en la historia de Europa mientras que, relajados, destilamos interiormente y sin prisa toda la belleza acumulada en las horas pasadas al borde del inmenso espejo del Danubio.



A poca distancia, en pleno corazón de Pest, está la gran basílica neoclásica de San Esteban, la catedral católica de Budapest y uno de los dos edificios más altos de toda la ciudad (el otro es el Parlamento), gracias a sus cerca de cien metros de altura. Ningún otro templo religioso en Hungría tiene las dimensiones ni la capacidad de esta basílica, dedicada al gran santo nacional, Esteban I, primer rey de Hungría y cristianizador de los magiares.

Todo en ella es majestuoso e imponente, desde sus dimensiones hasta sus lujosos mármoles, esculturas y pinturas. Las vistas de la ciudad desde lo alto de la cúpula son, como es lógico, espectaculares. 
La cúpula de San Esteban
En ella, aparte de un buen número de obras de arte, se encuentran dos reliquias, a cual de ellas más importante (dependiendo de quién las valore, claro está). Los devotos de San Esteban (una buena parte del pueblo magiar) veneran la Santa Diestra, mano momificada del santo rey. Por su parte, los seguidores de Ferenc Puskás (otra buena parte de los húngaros y todos los aficionados al fútbol y, en especial, al del Real Madrid) pueden visitar la tumba del gran goleador húngaro, que tanto hizo disfrutar con su eficacia ante la portería contraria a cuantos seguidores de sus dos clubes (Honved y Real Madrid) y de la selección húngara tuvieron (tuvimos) la suerte de verle en activo. Sea todo esto dicho sin menosprecio de los grandes valores (con toda seguridad, más relevantes que los de Puskás) que, sin duda, tuvo el buen rey San Esteban, a quien si yo dedico menos espacio en su elogio es, solo, porque no tuve la suerte de verle actuar en sus mejores momentos, como sí ocurrió con las glorias deportivas del delantero merengue.


Ópera Nacional de Hungría en 1890
La Ópera Nacional de Hungría es uno de los más prestigiosos teatros líricos de Europa y cuenta con una acústica muy excepcional, reconocida mundialmente. 
Fue inaugurado en 1884, en presencia de mi tocayo, el emperador Francisco José I, y se ha distinguido por tener directores musicales del máximo nivel, como Richard Strauss o Gustav Mahler, rivalizando durante sus años dorados con la Ópera de Viena por la supremacía operística del Imperio Austro-Húngaro.
Su ubicación, en la elegante avenida Andrássy, la arteria más importante de la ciudad, que termina en la Plaza de los Héroes. Una vez en ella, y tras admirar en su parte central el Memorial del Milenio y sus estatuas de los fundadores de la nación húngara, debemos acercarnos al vecino Museo de Bellas Artes, con sus grandes colecciones de arte antiguo y moderno, custodiadas en un marco arquitectónico perfecto.



Y dejamos para el final de nuestra visita el edificio más conocido y fotografiado de la ciudad, el gigantesco Parlamento neogótico (que nos recuerda, en otros tonos, al británico), sede de las dos cámaras legislativas, así como de las oficinas del presidente y el primer ministro. 

Parlamento
Situado en paralelo a la ribera izquierda del Danubio y, por lo tanto, en el lado de Pest, el que es desde su inauguración en 1904, el mayor edificio de Hungría (dicen que tiene cerca de setecientas habitaciones, si bien yo no puedo dar fe de ello al no haber tenido la oportunidad de contarlas, una a una) nos admira por su grandiosidad exterior, su enorme cúpula central, sus puntiagudas torres y sus apabullantes interiores, en los que el mármol y el oro son protagonistas de unas dependencias cuyo suntuoso aspecto supera lo que cualquier viajero poco iniciado pueda suponer, pese a que su superlativa y simétrica imagen externa ya anuncia un interior desbordante.


Es fácil acabar abrumado por la belleza de una de las ciudades más monumentales de Europa, un poco menos divertida, eso sí, de lo que el cabe esperar del espíritu húngaro, bien conocido por su tradicional jovialidad y alegría. 

Pero el impresionante acopio de historia y arte que cae sobre el viajero exigente, deseoso de vivir una inmersión total en la muy noble capital del Danubio, se convierte en liberación para el espíritu, que vuela sin remedio hacia la romana Aquincum, hacia los viejos asentamientos celtas junto al río... o al tiempo en el que los jefes de las siete tribus magiares llegaron a las tierras en las que nacerían Buda y Pest para acabar fundiéndose en la gran urbe moderna que hoy admiramos todos.

Los siete jefes magiares