viernes, 18 de septiembre de 2015

Una casa en Ibiza


La casa de Llorenç y Pilar no es ni la más lujosa (me parecen horribles esos edificios pretenciosos y seudomodernos que fingen estar inspirados en la tradición de la isla por el mero hecho de estar pintados de blanco y tener líneas rectas en su fachada) ni la más grande de Ibiza, pero es la que más me gusta.

Iglesia de San José (detalle)
Desde ella apenas se divisa el mar, pero sí se ve Formentera. Parece raro esto que digo, pero es así.
Está en mitad del campo. Rodeada por el terreno de una pequeña finca con olivos, manzanos, ciruelos y pinos. Y tiene un pequeño huerto en el que crecen tomates, pimientos y uvas.

A su alrededor solo hay campos de cultivo poco trabajados y pinares, muchos pinares, que se extienden por las suaves colinas del sur de la isla, entre Sa Caleta y Es Cubells.

Cuando voy a esa casa, no me apetece salir de ella. Si es en verano, el delfín que vive en su piscina te invita a nadar con él. En el resto del año, no hay nada mejor que sentarte en el porche y ver las nubes pasar sobre los montes, apenas cubriendo una pequeña parte de un cielo siempre azul...

En Can Jordi
Pero claro, hay tanto en la isla que es bueno salir un poco. San José está cerca. Es un pueblo todavía tranquilo que lo será más cuando desvíen la carretera, como han hecho en Santa Gertudis. 
No me parece una obra complicada y sería una bendición en los meses veraniegos. 

Aún más cerca de la casa de Llorenç y Pilar está Can Jordi. Un destartalado bar de carretera cuyos conciertos de rock al aire libre son famosos en toda la isla. Es uno de esos sitios especiales que solo pueden existir en Ibiza, como Anita, en San Carlos, o Cosmi, en Santa Inés. Me gusta desayunar allí con una buena taza de su bien preparado 'Café Ibiza' y media tostada, recién salida del horno, protegido de la carretera por su parapeto de cestas ibicencas.

Es Vedrà


La proximidad de la costa invita a disfrutar de extraordinarias vistas. Probablemente las dos mejores de la zona son las que se contemplan desde Es Cubells y frente a Es Vedrà, desde lo alto del acantilado que domina esas imponentes rocas que surgen del mar y que tanto recuerdan a los farallones de Capri. Parece increíble que allí viviera, durante largo tiempo, el padre Palau. No sé si en aquella lejana época (mediados del siglo XIX) ya había cabras en Es Vedrà (hoy sí), así que es probable que su única compañía fuesen las aves marinas y las famosas lagartijas azules que habitan el islote.

Ses Boques
Mi chiringuito preferido de toda la isla de Ibiza está próximo a Es Cubells. 
Se llama Ses Boques y se accede a él tras bajar por el camino (no me atrevo a utilizar aquí la palabra 'carretera') que conduce hasta el recóndito Nido del Águila.
Mantiene un aspecto rústico y auténtico difícil de superar, tal vez solo comparable al célebre Cala Mastella ('El Bigotes'), si bien en Ses Boques hay una carta más variada. 
El lugar esconde una discreta sofisticación, pero de las muy buenas, que son esas que se hacen del todo compatibles con la naturaleza original del enclave en el que está situado. 

Sa Caleta
No es el único de la zona, desde luego, ya que Es Torrent, Es Xarcu y Sa Caleta (este último algo menos caro que los dos anteriores) son, también, excelentes restaurantes junto al mar. De los tres yo destaco el de Sa Caleta pues, aunque en todos se come muy bien, el entorno de Es Bol Nou (que es el nombre de la cala en la que está), con sus acantilados rojos y el impresionante yacimiento fenicio que podemos visitar a unos pocos pasos, tiene una personalidad especial y está cargado de historia.

Si he pasado por alto los dos buenos restaurantes costeros de Cala d'Hort (El Carmen y Ca na Vergera) no es porque no merezcan ser reseñados (lo merecerían aunque solo fuera por estar en la cala que mira a Es Vedrà), sino por la pereza mental que me produce pensar en llegar en coche hasta ellos. Y no lo digo por el recuerdo de que mi querido Mini azul (que bajó del barco en una red para ser depositado en el muelle de Ibiza) se quedase atascado, en 1973, en los baches arenosos del polvoriento camino que existía cuando la elegante y bien cuidada carretera que hoy conocemos no era ni un optimista proyecto, no... lo digo por todo lo contrario. Yo ya me entiendo.

Cala Conta
Tal vez por eso me cuesta tanto trabajo salir de la casa de Llorenç y Pilar. 
Allí, lejos del bullicio y de esa inevitable incomodidad que está presente en todas las playas, la compañía más notable son los verdes algarrobos de negras vainas que rodean la piscina. Rodeada de campo en estado puro, solo se oye el canto de las cigarras y, por la mañana, el de un gallo que se despereza en alguna invisible granja vecina. 
Al atardecer, algún que otro conejo sale de entre los pinos y se atreve a acercarse a la casa, siempre dispuesto a huir, veloz, al menor movimiento que intuya peligroso. La sensación, a cualquier hora del día, es de permanente paz y suma tranquilidad. 

Los valerosos atraviesan el pueblo de San José y van a cenar a Can Berri Vell, el magnífico y bonito restaurante de San Agustín, y los verdaderamente aguerridos llegan hasta Cala Bassa para disfrutar de su fina arena y sus aguas transparentes. O son capaces de acudir, al atardecer, a Cala Conta para ver la puesta de sol. Es bonita, desde luego, pero no comparable con la que puede contemplarse desde la Torre des Savinar, frente a Es Vedrà. Además, está mucho más cerca de la casa de Llorenç y Pilar, el verdadero paraíso de Ibiza. De una isla que, en aquellos parajes, puede que se asemeje a la que conocieron los cartagineses... pero ¿qué digo los cartagineses?: los fenicios. Que sus primos de Cartago también me parecen demasiado modernos.


Puesta de sol frente a Es Vedrà

Ibiza está llena de casas bonitas. Yo he tenido la suerte de conocer unas cuantas, pero puedo asegurar que ninguna me parece mejor que la de Llorenç y Pilar, escondida en uno de esos valles al sur de San José que todavía se conservan casi intactos y olvidado del turismo atropellado que tanto abunda en estos tiempos que nos ha tocado vivir.

La vista desde Es Cubells






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