miércoles, 28 de octubre de 2015

Aquella luna de Alhama

En el ya lejano mes de agosto de 1965, la luna llena llegó en el duodécimo día. Y yo, como casi todos los veranos por aquellas fechas, estaba en Alhama. 
Dionisio Guajardo nos acogió a nuestra llegada con su amabilidad habitual y, una vez más, nos tenía reservada una habitación de la planta baja con ventana a la montaña, que eran las que nos gustaban a mi madre y a mí (aunque por motivos diferentes). Lo de preferir la planta baja lo entiendo muy bien, pero siempre me he preguntado por qué a mi madre no le gustaban las habitaciones que daban al jardín y quería tener una ventana que daba, directamente, a la carretera general. Puede que, ya que tenía que elegir entre el ruido del tren y el de los coches y camiones, optase por la mayor 'tranquilidad' nocturna de un tráfico rodado que, bien es cierto, no era comparable con el de hoy en día. 
Lo mío, sin embargo, estaba claro. Yo prefería esa ventana porque era mi vía natural de acceso al mundo exterior, con la ventaja añadida de una libertad absoluta de horarios para entrar y salir, a cualquier hora del día o de la noche.
El jardín de Guajardo me gustaba, desde luego, con su romántico y destartalado pabellón, su columpio de larguísimas cuerdas y, sobre todo, su conexión directa con el río, en el que abundaban las ranas que huían de mí como alma que lleva el diablo, cuando me acercaba a la orilla. Pero, la verdad, no tenía comparación con la montaña. La montaña era mi territorio particular. Era toda mía, incluida la torre que vigilaba sobre la antigua carretera, el río y los puentes de hierro del ferrocarril.

A lo largo de los años, mis actividades en esa montaña (de cuyas piedras surgían pequeños manantiales de aguas termales que acababan en la cuneta, frente a mi ventana) habían ido cambiando. La conocía como la palma de mi mano y fue terreno propicio para toda suerte de aventuras imaginarias que, generalmente, culminaban con violentos combates librados contra indios, forajidos o piratas.
Como buscador de tesoros, encontré unos cuantos fósiles (nunca tantos como aseguraban que podían verse por todas partes) y mis cacerías de palomas junto al viejo torreón fueron épicas, si bien, infructuosas, a pesar de los ingeniosos artificios inventados por mí y que yo consideraba infalibles para capturarlas.

Ver acercarse el tren desde la estación, camino de puentes y túneles, era un espectáculo incomparable observado desde la libertad de aquellas rocas solitarias. 
Debajo de mí, Guajardo... un poco más allá el casino, el parque y las Termas Pallarés, con sus dos grandes edificios conectados por un puente sobre la carretera... y, al fondo, un inmenso valle por el que discurría mi río, el Jalón, atravesando mis posesiones. Porque todo era mío. Nadie apareció nunca por allí para disputarme su propiedad. 
Detrás estaba el pueblo, encajonado entre montes y río. El pueblo no era mío, sino de mis amigos. Ellos lo poseían y a mí me gustaba que fuese así. Pero Guajardo, el parque, el lago y todo cuanto alcanzaba la vista hasta los confines del cercano pueblo de Contamina, eran de mi exclusivo dominio.
Quien no conozca Alhama de Aragón no puede imaginarse, ni de lejos, a lo que me estoy refiriendo. 

Pero ese año hubo algo más. El conflicto desatado entre 'monárquicos' y 'republicanos' había llegado a crear un cierto desasosiego entre unos chicos a quienes yo me negaba a considerar de bandos opuestos. Sin embargo, las fiestas de 1965 habían traído algo más al pueblo que sus tradicionales comparsas de gigantes y cabezudos (siempre pensé que el maestro Luna debía haber escrito esa zarzuela en vez de 'Molinos de Viento', que también me gusta mucho, por cierto). Yo, instalado en mi rocosa atalaya, permanecía al margen de aquellas disputas que, con toda seguridad, ya nadie recordará, excepto yo mismo.

Una noche, precisamente la del doce de agosto, mientras mi madre se hacía la dormida para fingir que no se daba cuenta de lo que yo estaba haciendo, salté por la ventana. 
Sabía que el espectáculo de la luna llena sería impresionante desde lo alto de mi montaña privada. En el bolsillo llevaba una carta. No quería que durante los largos meses de otoño e invierno que, irremediablemente, vendrían tras mi marcha de Alhama, se repitiesen los acontecimientos de la 'Operación Mojama', en la que Mala Estrella y yo nos vimos envueltos el año anterior, sin grandes resultados prácticos. Además, la vida de unos y otros iba a cambiar, con total seguridad, a partir del nuevo curso escolar...
Subí hasta lo más alto del desolado cerro, áspero y rocoso, que ascendía hacia el norte desde la torre medieval, y allí, en la cima, dejé el sobre bajo una gran piedra, bien cubierto por un envoltorio protector, a prueba de las inclemencias de la intemperie. 
La luna llena lo iluminaba todo. La montaña, el pueblo y el valle se habían teñido de plata y el mundo brillaba con un poderoso esplendor.

Yo soñaba con el tiempo que estaba por llegar, cuando la luna llena de Alhama solo fuese un lejano recuerdo blanco y azul en mi memoria. 
La torre por la que dicen que pasó mi antepasado Rodrigo Díaz, me miraba, a contraluz, asintiendo con un leve movimiento de sus poderosos muros. Abajo, a mis pies, Guajardo dormía.

No comencé a bajar hasta que, ebrio de luz (como diría el poeta), me decidí a descender por la ladera de mis juveniles sueños, acordándome bien de aquella otra noche en la que tuve que huir, peñas arriba, perseguido por una multitud de bañistas en ropa de dormir, que gritaban, en plena madrugada: "¡Mirad! ¡Allí está el cantante!". Nunca me alcanzaron, claro, como tampoco lo hicieron los sueños de esa noche de agosto en la que regresé de la cima de mi montaña, para no volver a subirla nunca más.

Claro que solo han pasado cincuenta años. Podemos seguir esperando.

lunes, 26 de octubre de 2015

De Sorolla a Biarritz


Un viaje a Biarritz suele ser mejor tras haber visitado primero el Museo Sorolla de Madrid. 
Sobre todo, cuando no se está pensando en una visita trivial, sino en establecer lazos eternos con la villa marinera del sudoeste francés.

Lo mejor, sin duda, es ir al museo un sábado de marzo, lo más temprano posible (creo que abre a las 9:30h). Visitarlo de cuatro en cuatro es mejor que hacerlo en solitario, claro. Y mucho más recomendable que ir en un grupo multitudinario.

Los cuadros de Sorolla sobre Biarritz son luminosos, como los que pintó en su costa levantina natal. A veces, es difícil saber si la playa que aparece en su obra es vasca o valenciana. 
En Biarritz la luz es limpia, sobre todo, en invierno. Y como lo que debe seguir a la visita al Museo Sorolla (su bonita residencia madrileña, en pleno barrio de Chamberí) no es un viaje a Biarritz, sino dos, todo encaja perfectamente.

El primero de los viajes debe hacerse en primavera, a ser posible durante las vacaciones de Pascua. Esos días serán una prolongación de la mañana en la casa del pintor. Si van acompañados de una excursión a Cambo-les-Bains, aún mejor. 
En esos días, es probable que descubramos que la luz de la costa occidental francesa no es siempre tan luminosa, pero también es cierto que, entre el legendario Lou Coufidou y Le Patio, conseguirán que esa circunstancia no tenga mayor importancia. 
Lo más importante del Biarritz post-Sorolla es pasear. Siempre que se pueda, al borde del mar, claro. En primavera, los jóvenes ignoran que, apenas unos meses más tarde, todo será más luminoso y definitivo. Casi nadie habrá reparado en el reloj del edificio de la alcaldía y Chez Albert será, todavía, una posibilidad apetecible que espera, paciente en el pequeño puerto pesquero.


Sorolla acierta al enseñarnos tímidas bañistas con sombrero y vaporosos vestidos blancos, que se limitan a tocar el agua con sus pies descalzos. Pero también nos muestra en alguna de sus obras un paisaje más dramático, por su colorido y pinceladas, de una playa vigorosa y siempre intensa. 
Son los personajes femeninos los que abundan en estas pinturas del gran artista valenciano, normalmente sobre las rocas próximas al mar o en lo alto de los acantilados que dominan la arena. Estas perspectivas aumentan el efecto de los habituales contraluces de Sorolla y nos brindan una realidad que hoy nos parecería de otra época, de no ser porque Biarritz es atemporal para quienes la hemos vivido en toda su intensidad.

El segundo de los dos viajes a realizar con posterioridad al recorrido por el Museo Sorolla, hay que hacerlo en diciembre. Justo después de la Navidad. En él nos reencontraremos con una luz que ilumina el pasado y el futuro, especialmente, en el mediodía de la festividad de San Juan Evangelista, un momento en el que veremos volar su águila junto a las familiares gaviotas que anidan en los islotes frente al faro.


Luego, la vida continuará engrandeciéndose, durante muchas décadas, con el recuerdo de Sorolla elevándose sobre las tardes azules de las playas de Biarritz.

viernes, 23 de octubre de 2015

Karnak y la belleza

Elizabeth estaba de pie, inmóvil, rodeada de las enormes columnas de la sala hipóstila.
Los rasgos hieráticos de su belleza juvenil y su esbelto cuello eran más propios de una Nefertiti rubia que de una mujer del siglo XIX, algo que allí, entre las sombras arrojadas por aquellos colosos cilíndricos de Karnak, aún se hacía más evidente.

Las columnas de la sala hipóstila buscan a Amón-Ra




Junto a ella se movía, nervioso, su marido, un estraperlista escocés, de pocos escrúpulos, que se las daba de simpático como método de trabajo para embaucar a los incautos.
Era una soleada mañana del mes de enero y, curiosamente, apenas había visitantes en el templo. A pocos metros de Elizabeth, recostados en una columna apartada, James y Ted observaban la escena, camuflados tras sus vestimentas árabes.

Los templos de Karnak

Unos días antes de emprender viaje a tierras de Egipto, Elizabeth había recibido una carta en su casa de Londres. Una carta extraña, sin firma, escrita con una letra antigua. Decía así:



Está escrito que al tercer día, navegando Nilo abajo, llegarás hasta donde estuvo la gran ciudad imperial, Tebas. A ti te dirán que has llegado a Luxor.
Este es el lugar. Lo es para ti, como lo fue para el más grande de todos los faraones, Ramsés II, hijo de Seti. Él mandó construir templos y monumentos que han vencido al paso de los siglos y es, precisamente, en uno de ellos donde tú deberás buscar el mensaje.
Desde luego, no será fácil; pero tampoco imposible. Sigue con exactitud, cuidado y precisión las instrucciones y lo conseguirás. Si lo logras, los dioses te protegerán.
En caso contrario...
Solo debes temer a la maldición de la tumba del sumo sacerdote. Es el único peligro que te acecha, pero es un gran peligro. No lo olvides en ningún momento, así que lleva siempre contigo el amuleto de plata de Isis que acompaña a esta carta, lo necesitarás para estar protegida y para identificar el mensaje que debes recoger en Karnak.
Cuando llegues allí, al monumental complejo religioso de Karnak, entrarás en el templo de Amón, el protector de Tebas. En ese instante, invocarás la ayuda de Isis, la diosa del amor, hermana y esposa de Osiris. Ella te mantendrá a salvo de los terribles sacerdotes de Seth, el dios del mal, quienes disfrazados de mendigos y caminantes siempre estarán vigilando tus pasos. ¡Cuídate de ellos!
Avanzarás por la avenida de esfinges con cabeza de carnero hasta traspasar la puerta del templo. Una vez dentro, el gran atrio principal te acogerá: a la izquierda, el pequeño templo de Seti II; a la derecha, el de Ramsés III y, en el centro, los restos de las columnas de lo que fue el pabellón del faraón Taharqa. Debes caminar entre lo que queda de estas columnas y pasar junto a las dos estatuas gigantes de Ramsés II para llegar hasta la sala hipóstila, la gran maravilla de la Antigüedad, con sus ciento treinta y cuatro inmensas columnas. Apenas comiences a atravesarlas podrás ver, al otro lado, los dos obeliscos: es en ese momento cuando debes extremar tu atención.
El primer obelisco, el de Tuthmosis, quedará a tu derecha. Puedes admirarlo, pero no hagas caso de él. Es en el segundo, el más alto de los dos, el que está a tu izquierda, en el que debes concentrarte: ahí está el mensaje. Este es el obelisco de Hatshepsut, el obelisco más alto de todo Egipto, erigido por la única faraona de la historia, para gloria de su 'padre' Amón. Como verás es enorme y majestuoso: no creo que hubiera podido encontrar otro lugar mejor en el mundo para esconder tu mensaje.
El obelisco de Hatshepsut está asentado sobre una base rectangular, formada por grandes piedras. Sitúate frente a él, en el paseo central, e introdúcete por el estrecho callejón que lo bordea, a tu izquierda, en dirección a la esquina norte de la base. Avanza trece, catorce o quince pasos y te encontrarás delante de una única piedra pequeña, con forma de trapecio. Retírala cuando nadie te vea, es muy fácil de mover: tras ella está el mensaje. Para asegurarte de que es el auténtico tienes que comprobar dos cosas. La primera, el halcón negro; la segunda está dentro: un amuleto de Isis idéntico al que tienes ahora en tu poder.
Sigue fielmente las indicaciones y llegarás a tu destino.

Que los dioses te ayuden y que tu cuerpo sea eternamente conservado.


En el sobre, junto a la carta, una pieza de plata con el símbolo alado de Isis, completaba el contenido del misterioso mensaje.

Un par de semanas más tarde, Elizabeth estaba en Luxor, en mitad de la sala hipóstila del milenario templo de Karnak. La carta y el amuleto, bien escondidos en un compartimento secreto de su bolso parecían estar aguardando el momento. 

–¿Por qué no saca la carta? –preguntó James, casi en un susurro.
–Se ha aprendido las instrucciones de memoria. Estoy seguro –respondió Ted.

Pero Elizabeth no hizo ademán alguno. Miró las columnas de arriba abajo, como si pudiera leer sin esfuerzo los jeroglíficos que las adornaban y, sin hacer intención de acercarse al obelisco de Hatshepsut, se dio media vuelta con gesto cansado. Pocos segundos más tarde, pasando junto a los dos discretos 'árabes', se encaminó a la salida sin volver la vista atrás. 

–¡No puede irse así! –gimió Ted–. Es imposible que haya venido hasta aquí y no intente buscar el mensaje...
–¿Te has fijado en ella, Ted? 
–¡Claro que me he fijado! Es una maldita insensible... una mujer sin alma –sentenció el compañero de James.
–Sin duda lo es, pero no me refería a eso. ¿La has visto bien, Ted?

Ted miró fijamente a su amigo y le dijo, con voz grave:
–La belleza es efímera, James.

James no respondió. Se limitó a levantar la vista y asentir de forma casi imperceptible con la cabeza, mientras contemplaba el eterno y magnífico esplendor del templo de Amón-Ra, la gran maravilla del viejo Egipto, cuya belleza sublime era vencedora del tiempo y de la historia...

miércoles, 21 de octubre de 2015

Objetivo: Moorea

Cenar en el puerto de Papeete es todo un espectáculo. Repleto de pequeños puestos callejeros sobre ruedas, siempre animados y con buen ambiente, es un placer recorrerlos sin prisa y tomar algo aquí y allá, tras haber disfrutado de una buena cerveza en la terraza de la cervecería Les 3 Brasseurs.

Aquella noche, mientras paseaba entre las concurridas roulottes del puerto, pude ver cómo se aproximaba el Paul Gauguin, así que fui al muelle para observar de cerca su maniobra de atraque. El buque se fue acercando con esa majestuosa lentitud que en esas latitudes sureñas parece, aún, más reposada y blanca.
El Paul Gauguin es un elegante crucero, no demasiado grande, que hace un bonito recorrido por las islas: Huahine, Bora Bora, Moorea... 
Desde luego, también tiene otros itinerarios, dependiendo de la época del año, pero lo que le ha hecho famoso en todo el mundo es su navegación por las llamadas Islas de la Sociedad, seguramente las más bonitas de la Polinesia Francesa. Si a todo ello le añadimos su sugerente nombre, el éxito lo tiene asegurado.

Aquella noche me gustó ver cómo el Paul Gauguin llegaba a puerto, probablemente tras una semana de travesía por aquellos mares (muchas veces revueltos para la navegación entre las islas, fuera de la protección coralina que las rodea). Sin embargo recordé que, siendo bellísima su singladura por ese privilegiado rincón del Pacífico, adolecía (como casi todos los cruceros) del inevitable inconveniente de la levedad de su contacto con unos destinos especiales que merecen una estancia más reposada.
Uno de esos magníficos destinos es Moorea. La impresionante isla sobre la que vemos atardecer desde Tahití y que era el objetivo inmediato de mi próxima visita a la mañana siguiente.

Moorea, al atardecer, desde Tahití

El vuelo entre Papeete, la capital de Tahití, y Moorea apenas dura unos minutos en un pequeño avión que se ve obligado a iniciar la maniobra de aterrizaje antes de que haya tenido tiempo de tomar altura sobre el canal que separa las dos islas. El viaje en ferry también es breve y recomendable.
Ya antes de llegar, incluso desde Tahití, nos damos cuenta de que Moorea (que significa 'lagarto dorado') es, además de un lugar de dramática e impresionante orografía, una isla bellísima.
Sus dos grandes bahías (Opunohu y Pao Pao) son, junto a su montaña sagrada (el monte Rotui, que las separa), lo más llamativo que se presenta ante los ojos del visitante.

En Moorea lo mejor que se puede hacer es descansar. Y, cuando estemos cansados de descansar, dar una vuelta por la isla y su laguna, visitar el mercado de Pao Pao y subir al espectacular mirador de Opunohu para disfrutar de la más fabulosa vista que uno pueda imaginar.

Bahía de Pao Pao 

De todas las actividades acuáticas que se pueden realizar en la laguna, mi favorita es la de nadar con las rayas salvajes. Son rayas enormes, que no solo se dejan acariciar, sino que nos buscan para rozar su suavísima piel con la nuestra. Una experiencia única, mucho más especial que jugar con delfines amaestrados o dar de comer a los pacíficos tiburones.
Pasear por la isla (ya sea en moto, en quad o andando) es realmente fantástico. Descubriremos pequeños bares y tiendas muy particulares, siempre rodeados por una vegetación apabullante, con las laderas de sus prodigiosas montañas repletas de plantaciones de aguacates y piñas, siempre mirando hacia su prodigiosa laguna de aguas color turquesa.
En el mercado de Pao Pao veremos frutas y pescados en abundancia, recién recolectadas unas y pescados en la misma mañana de nuestra visita los otros. El célebre y colorista mural de François Ravello es el sello de identidad del lugar.

La vista desde el mirador de Opunohu
Pero es probable que lo más llamativo que recoja nuestra retina en Moorea sean las vistas desde el llamado Belvedere de Opunohu, un mirador que presenta una vista de increíble belleza, más próxima a la fantasía más soñadora de una imaginación en busca del paisaje ideal que de una realidad, ofrecida a nuestros ojos con sobrecogedora sencillez. Conozco a gente que ha ido desde Europa a Moorea solo por ver este espectáculo natural, en el que se encuadran las dos grandes bahías de la isla, con la emergente y cónica masa de la montaña sagrada Rotui, en su centro. 
Será difícil para la retina del viajero desprenderse de esta imagen durante el resto de la travesía.

La isla de Moorea
Luego, tal vez tras haber navegado por la propia bahía de Opunohu, en la que fondease el intrépido capitán Cook en 1769, puede que tomemos la siempre difícil decisión de abandonar esta sorprendente isla con forma de murciélago en pleno vuelo, para poner rumbo a otros nuevos destinos en la Polinesia Francesa, cuyos apasionantes y lejanos paisajes se conservan, en buena medida, casi intactos desde que el navegante Pedro Fernández de Quirós avistase la isla de Tahití en 1606. 
Un milagro de la naturaleza que la humanidad deberá seguir cuidando en los tiempos venideros con creciente dedicación y compromiso.

martes, 6 de octubre de 2015

Las tres cumbres del Kilimanjaro

Que el Kilimanjaro es la montaña más alta de África todos lo sabemos.  Menos conocido es el hecho de que, en realidad, está formado por tres volcanes inactivos y, en consecuencia, son tres sus picos principales: Shira, Mawenzi y Uhuru (este último, el más alto, corresponde al volcán Kibo).

Majestuoso Kilimanjaro
Desde lejos, sin embargo, esto no se aprecia, ya que el Kili (su nombre familiar) surge en el horizonte como una masa imponente y compacta, coronada de unas nieves que van camino de ser solo un recuerdo, en unos cuantos años.
Yo aterricé, en mi primer viaje a Tanzania, en el aeropuerto que lleva su nombre, situado a unos cincuenta kilómetros al suroeste de la gran montaña. Lo hice de noche y me trasladé, en plena oscuridad, hasta un pequeño lodge cercano. Al amanecer, me encontré frente a frente con el gran gigante, viendo como su silueta se iba recortando contra el cielo, a medida que iba clareando el día.
Es una de esas imágenes africanas que impactan. Como estar al borde de las cataratas Victoria o asomarte al cráter del Ngorongoro.
Desde entonces, lo he sobrevolado y visto varias veces desde diferentes perspectivas, pero nunca he subido hasta su cima, como han hecho algunos amigos. Espero dar pronto ese paseo.

Todo el territorio que rodea el Kilimanjaro es hoy un parque nacional, creado en 1973 y que ha ido creciendo en extensión con el paso del tiempo, hasta llegar a las más de cien mil hectáreas actuales. 
Este espacio protegido alberga un importante número de especies vegetales (algunas autóctonas) y, también, unas cuantas animales que ahora parecen estar menos amenazadas, si bien, los grandes mamíferos han ido retirándose a otras áreas cercanas, como el parque nacional Amboseli, en la vecina Kenia, con el que está conectado por un corredor biológico.
Dentro del parque nos encontramos con zonas bien diferenciadas, que van desde la aridez de la alta montaña hasta las grandes llanuras, pasando, desde luego, por zonas de selva y bosque tropical.

Siempre me llamó la atención la extraña curva que hace la frontera entre Kenia y Tanzania, modificada artificialmente para dejar al Kilimanjaro dentro de la antigua colonia alemana de Tanganika y que, como es bien sabido, responde a un acuerdo entre las familias reales de las dos metrópolis (Alemania y Gran Bretaña) para que cada una de las dos colonias tuviese su gran montaña (en Kenia está el monte que da nombre al país y que es el segundo en altura del continente).

El Kilimanjaro impresiona profundamente a quien lo ve. Hemingway no fue una excepción. Su relato corto Las nieves del Kilimanjaro es muy popular (aunque un poco aburrido, en mi particular opinión) y tiene mucho de idealización autobiográfica, que también se aprecia en su versión cinematográfica, del mismo título, protagonizada por Gregory Peck y Ava Gardner. Una película más interesante por el fetichismo que despiertan sus actores y por la belleza de su Technicolor que por la calidad del trabajo de su director Henry KIng (si bien yo soy de los que creen que la historia del afamado escritor americano -cuajada de tópicos que, en ocasiones, están al límite de lo infumable- no daba para mucho más). 

Las vistas del Kilimanjaro desde Amboseli son magníficas. En especial cuando observamos a los elefantes o las jirafas pasear, con su majestuoso porte, frente a las grandes acacias de la sabana, con la cumbre nevada del Kili como telón de fondo. Desde aquí, la montaña esconde sus tres picos y se nos muestra como una breve y elevadísima meseta que bien merece el nombre que le diera, a comienzos del siglo XVI, el explorador español Fernández de Enciso: 'Olimpo de Etiopía'.

El Kilimanjaro desde Amboseli

Y no son pocos los artistas que se han inspirado en el gran monte de África. Uno de mis favoritos es el parisino Pascal Danel, quien convirtió su tema 'Kilimandjaro' en uno de los mayores éxitos de la música francesa en los años sesenta. Una canción que escucho con mucha frecuencia y de la que nunca me canso. Y como el vídeo original de 1967 no le hace justicia, he decidido hacer mi propia versión.

No hay duda de que la gran imagen que resume la grandeza de África es la del Kilimanjaro elevándose sobre la vida salvaje que le rodea, luciendo su cada vez más breve casquete de glaciares a casi seis kilómetros de altura y, con frecuencia, flanqueado por unas nubes que no se atreven a desafiar su dominio sobre la gran planicie que se extiende a su alrededor.
Gloria eterna al Kilimanjaro, eterna morada de los dioses que cuidan de la cuna de nuestra especie.

La grandeza de África