martes, 23 de febrero de 2016

La habitación de Van Gogh en Arlés

Todos hemos admirado la sorprendente y muy particular belleza de esta obra que, sin duda, se cuenta entre las más conocidas de Van Gogh.
Lo que puede que alguno desconozca es que, en realidad, no se trata de un cuadro, sino de tres. Durante su estancia en la famosa 'Casa Amarilla' del número 2 de la plaza Lamartine de Arlés (sin acento, en francés), el genio holandés pintó tres versiones distintas de su habitación, entre 1888 y 1889, si bien la última de ellas en un formato un poco más pequeño. Cada una está en un museo diferente: la primera en el Museo Van Gogh de Amsterdam, la segunda en el Art Institute de Chicago y la tercera en el Museo de Orsay en París.

Primera versión, 1888 (Museo Van Gogh, Amsterdam)









Las tres son muy parecidas, teniendo como principal diferencia entre ellas los retratos reproducidos en los pequeños cuadros que cuelgan en la pared de la derecha, sobre la cama.

Segunda versión, 1889 (Art Institute, Chicago)











La 'Casa Amarilla' ya no existe. Fue destruida por un bombardeo aliado durante la II Guerra Mundial. Pero la plaza está en su sitio y merece la pena visitarla y pasear por donde Vincent y su amigo Gauguin lo hicieran durante el tiempo que compartieron en la histórica ciudad del Ródano. Y ya que mencionamos el río, hay que recordar que durante una inundación resultó dañado el primero de los tres. Por fortuna, no se destruyó del todo y hoy podemos seguir disfrutando de él.

Tercera versión, 1889 (Museo de Orsay, París)



De Arlés ya hemos hablado en otras ocasiones, por lo que no es preciso volver a reiterar sus muchas virtudes. Sin ninguna duda, una de ellas es poder rememorar los cuadros de Van Gogh (no solo los de su habitación) en los mismos lugares donde fueron pintados. La plaza Lamartine, por ejemplo, sigue siendo evocadora, incluso con la ausencia de la 'Casa Amarilla'.


En febrero de 2016, el Art Institute de Chicago ha conseguido reunir, por primera vez, las tres versiones que pintó Van Gogh de su célebre dormitorio. Esta circunstancia ya es motivo suficiente para justificar un viaje a la gran ciudad del lago Michigan (que tiene otros muchos atractivos, desde luego), pero se ha producido otro hecho, aún más singular.
La agencia de publicidad Leo Burnett Chicago ha recreado la habitación y es posible dormir en ella por el módico precio de 10 US $ (9 €). Se puede alquilar por Airbnb y, en mi opinión, es una idea excelente. Y no solo es buena la idea, sino que ha sido ejecutada con una perfección y un realismo que, con toda seguridad, harán sentir a quien tenga la suerte de pasar en ella una noche que ha viajado en el espacio y en el tiempo para convertirse en huésped del mismísimo artista.

El dormitorio recreado por Leo Burnett Chicago y alquilado por Airbnb







Sería bonito que la ciudad de Arlés continuase la iniciativa, buscando un lugar en la plaza Lamartine para situar esta extraordinaria réplica y mantenerla de forma permanente. Tengo la seguridad que, si lo hiciese, su gran atractivo turístico se vería multiplicado. Somos muchos los admiradores de Van Gogh, capaces de cualquier excentricidad por acercarnos al recuerdo de su obra y, a ser posible, en su ubicación original. 

Yo ya estoy deseando dormir en esa pequeña habitación de Arlés.

viernes, 12 de febrero de 2016

Acuérdate de Acapulco

Es difícil no acordarse de Acapulco.
Aunque uno no sea Agustín Lara y ninguna María (ya sea bonita o fea) se haya bañado con nosotros en sus playas.

Acapulco en 1628 (Adrian Boot)

Ahora no me gustaría volver. No tengo nada contra el Acapulco moderno, pero regresar podría romper ese recuerdo doble y lejano. Muy lejano en el tiempo, claro, y doble porque dos son, en realidad, las bahías de la que fue (y tal vez aún lo sea) la más célebre ciudad veraniega del Pacífico.

Hubo una época en la que cruzar las montañas del estado de Guerrero para llegar hasta su magnífica costa era peligroso. Daba igual: cuando llegabas a Acapulco, dejabas en el olvido cualquier posible contratiempo que hubiera podido surgir, ante el infinito esplendor del más fabuloso puerto natural de la costa mexicana.

Yo siempre preferí la bahía de Puerto Marqués, más pequeña que la de Santa Lucía... y mucho más salvaje y solitaria. Hubo en ella un hotel La Palapa (cuyo nombre describía a la perfección su naturaleza) en el que mi amigo José Luis Carvajal y yo nos alojábamos cuando hacíamos nuestros viajes de reconocimiento turístico de un país al que, todavía, no viajaban muchos españoles, pese a los vuelos directos de Iberia y Aeroméxico. Nuestro compadre, el singular Pancho Medina, tenía el objetivo de incrementar el tráfico de viajeros entre España y México y la misión que nos tenía encomendada era la de comunicar con eficacia las virtudes del 'país de la eterna primavera', que era como el propio Medina denominaba a su privilegiada tierra.
José Luis y yo nos recorrimos medio México, un país donde la belleza, el arte y la cultura son patrimonio generalizado de un pueblo acogedor, inteligente y alegre, cuya simpatía aumenta la positiva percepción del visitante.

La bahía de Puerto Marqués


Pero Acapulco era algo más. Su entorno natural y un modelo turístico que había sido muy cuidado y protegido bajo el decidido impulso de Miguel Alemán, presidente de los Estados Unidos Mexicanos entre 1946 y 1952, quien lo había convertido en la indiscutible meca de los viajeros americanos acomodados y, por supuesto, de los famosos de la época, incluyendo a las más destacadas estrellas de Hollywood.

John Wayne en Acapulco


En esos años, estar alojado en Puerto Marqués tenía muchas ventajas. A mí, aquel apartado hotel, rodeado de intensa vegetación y situado frente a la cerrada bahía de Puerto Marqués, me parecía mejor, incluso, que el famosísimo Las Brisas, lleno de suites con piscinas privadas y excepcionales vistas panorámicas sobre la gran bahía de Santa Lucía, que todos llaman de Acapulco.

En pleno salto

Creo que en los acantilados de La Quebrada, los clavadistas siguen desafiando a la muerte con sus impresionantes saltos desde la pequeña plataforma situada a treinta y cinco metros sobre el nivel del agua. 
Puede que sea uno de los espectáculos más asombrosos e inverosímiles que he visto. 
Y lo que más llama la atención es la aparente naturalidad y el enorme desparpajo con los que se desenvuelven sus más que arriesgados protagonistas, tanto cuando suben por las rocas como en sus saltos al vacío, prodigio de técnica, valentía y precisión.
Hay que acordarse de Acapulco. De aquel Acapulco que hace años dejó paso a una gran urbe de más de seiscientos mil habitantes y altos rascacielos blancos, que se extienden a lo largo de sus interminables playas de arena dorada. 
Muy atrás queda la época en la que su puerto fue el que conectaba Nueva España con Filipinas, a través del galeón que durante dos siglos y medio sirvió de enlace regular entre las colonias españolas de Asia y América. 

La melena al viento de Flora
Tampoco hay que olvidar otras cosas que allí sucedieron (o no) y que llegaron a convertirse en leyenda. 
Varias son las que escuchábamos en las cálidas noches acapulqueñas, contadas por los lugareños en cualquiera de los muchas cantinas que aún quedaban entonces. La que mejor recuerdo es la de la 'bella Flora':
Era Flora una muchacha de Acapulco, de gran belleza, cuya larguísima y ondulada melena castaña tenía fama en toda la costa del sur del estado de Guerrero. Cuentan que, cada noche, paseaba solitaria por la playa, buscando en la arena las huellas de unas botas que solo ella conocía. Encontraba cientos de impresiones de pies descalzos, pero nunca llegó a localizar las de aquellas botas que con tanta insistencia perseguía... 
Una mañana desapareció y ya nadie volvió a verla. Años después, unos pescadores vieron huellas de botas en la cercana isla Roqueta, conocida desde antiguo por ser refugio de piratas. Atemorizados por la muy probable presencia de piratas que parecían anunciar las huellas descubiertas, abandonaron apresuradamente la isla, y aseguran que, a lo lejos, sobre el arrecife se veía ondear al viento la melena morena, larga y ondulada de una sirena...


No me resulta extraño recordar Acapulco, auténtica Perla del Sur, que siempre vuelve a la memoria de quien la conoció cuando Flora todavía no era una sirena varada en el arrecife.

martes, 2 de febrero de 2016

En la cuesta de las Angustias

El 22 de abril de 1953 fue el día más bonito del siglo. Quiso el destino, ese caprichoso azar que llamamos casualidad o fortuna, que en aquella mañana de primavera un joven, pero ya excelente pintor, estuviera junto a la centenaria ermita de la Virgen de las Angustias, retratando en su lienzo la cuesta más famosa de la ciudad de Cuenca. 
Cirilo, que así se llamaba el artista, no había nacido allí, sino en la villa de Vallecas, pero conquense era el origen de su familia y, sin duda por ello, se sentía especialmente atraído por la belleza de una ciudad que ni entonces ni ahora ha sido valorada tanto como merece.







Era una de esas mañanas luminosas en las que las renovadas hojas de los árboles parecían surgir de las poderosas rocas que protegen la 'bajada' a la ermita; ya que, en Cuenca, las subidas son bajadas, tal vez porque el natural optimismo de sus habitantes les hace ver el vaso siempre medio lleno y nunca medio vacío.
¿Quién tendrá hoy el cuadro que surgió de la paleta del gran artista vallecano?
El rincón le gustaba especialmente, como nos demuestra el dibujo que regaló a su amiga Menchu Gal, la primera mujer que consiguió el Premio Nacional de Pintura, allá por 1959.

Y también nos preguntamos quién sería el hombre tranquilo que bajaba (claro, bajaba) relajado por la cuesta desde la ciudad vieja. Lejos (en el tiempo, que no en la distancia, pues la vemos en la foto) queda la terrible leyenda de la Cruz del Convertido, con su zarpa del diablo grabada en una piedra que no solo ha resistido el paso de los años, sino, también, el vandalismo desenfrenado de los abruptos tiempos que corren para el arte, la tradición y la cultura.

A nadie que conozca Cuenca se le oculta que esta cuesta es uno de los parajes naturales más atractivos de los muchos que existen junto a un casco urbano que busca huecos imposibles entre rocas y ríos. Y un lugar descansado y solitario, en el que nunca suele haber exceso de visitantes, lo que le confiere un sabor más especial y auténtico.

No es de extrañar, por tanto, que el 22 de abril de 1953, Cirilo Martínez Novillo, uno de los más importantes pintores figurativos españoles del siglo XX, lo escogiera para inmortalizarlo con sus pinceles. Y, mientras lo hacía, Francesc Català Roca, otro gran artista y amigo, le fotografió para la historia.